Por: María Gabriela Paviotti
“El libro a reseñar aquí será “La guerra de los Cristeros”.[1]
El registro bibliográfico de Meyer es sumamente amplio. No solo en cuanto al volumen, sino también en función del origen de cada fuente. Utiliza archivos públicos (de México y de los Estados Unidos), archivos particulares, fuentes eclesiásticas, diarios y libros publicados sobre el tema. Esto hace que el relato sea, no solo muy completo en cuanto a lo fáctico, sino por que también busca abarcar las acciones y opiniones de casi todos los actores involucrados. Además, utiliza como fuente los testimonios de antiguos cristeros, con lo que logra incorporar la voz de quienes por lo general no habían sido escuchados. Los cristeros eran analfabetos en su mayoría por eso, quienes escribieron sobre la cristiada no fueron los cristeros que lucharon en el campo, fueron aquellos que, a favor o en contra, permanecieron en las ciudades.
La cristiada fue un conflicto armado entre la Iglesia y el Estado mexicano que se desató en 1926. Tal conflicto se hallaba encuadrado por un proceso de centralización y secularización del Estado que se venía desarrollando desde la revolución mexicana. La Iglesia siempre había sido una amenaza al poder centralizador del Estado y por eso la Constitución de 1917 prohibía los votos religiosos y que las Iglesias poseyeran bienes raíces. Privó a la Iglesia de toda personalidad jurídica y prohibió el culto público fuera de las dependencias eclesiásticas. El Estado se reservó el derecho de decidir el número de iglesias y de sacerdotes que habría en México y, además se le negó al clero el derecho de votar y hacer comentarios sobre asuntos públicos. Al mismo tiempo, impuso que la educación debía ser laica y se prohibió a los clérigos ser responsables de las instituciones educativas.
Pese a que la Constitución databa de 1917, fue Elías Calles quien se encontró en una posición lo suficientemente fuerte como para hacer cumplir las leyes anticlericales. Fue en represalia de la voluntad de aplicar tales leyes que los sacerdotes decidieron cerrar las Iglesias y no celebrar misas a modo de protesta. Esta situación provocó el malestar general del pueblo mexicano que se levantó en armas para defender su fe contra el mal gobierno representado por Calles. El conflicto conocido como cristiada duró hasta 1929, cuando se llegó a un acuerdo que para nada satisfacía a los cristeros por lo que los conflictos se reanudaron y no hubo paz hasta 1940.
A través del libro “La guerra de los cristeros”, primer tomo de los tres que conforman “La Cristiada”, Meyer va describiendo la participación de cada uno de los actores sociales. Con esto busca dar la impresión de estar incluyendo todas las voces participantes y, por medio de la utilización de un enorme caudal de fuentes, lograr plantear todos los escenarios que se entrecruzaron. Así, Meyer deja explícitas las razones por las que él entiende que los cristeros fueron vencidos.
Cuando el 31 de Diciembre de 1926 las Iglesias se cerraron, se vivieron algunos actos de violencia, pero fue cuando el gobierno ordenó confeccionar inventarios de las posesiones de la Iglesias que la situación se agravó por que los fieles lo consideraron como un acto de sacrilegio.
Lentamente se fueron sucediendo una serie de levantamientos dispersos y espontáneos. La Liga, organización creada para defender la posición de la Iglesia, al ver que los sucesos se iban consumando y que su resistencia por las vías legales no daba frutos, decidió unificar a los rebeldes bajo su control. Pero pese a que la Liga buscó ser la cabeza de la revuelta y que los cristeros necesitaban un órgano urbano que los centralizara bajo un mismo mando, esta fue incapaz de asumir este papel.
Hubo ligueros que heroicamente ayudaron a los cristeros y que defendieron la clandestinidad del movimiento con su vida, pero en general, la Liga carecía de gente y su ineficacia para proveer de armas y suministros a los cristeros hizo que esta se ganara la desconfianza de quienes combatían en los campos.
La Liga solo fue fuerte en algunas grandes ciudades, ya fuera por incapacidad o por lejanía, nunca llegó a comunicarse fluidamente con los líderes cristeros.
Los errores cometidos por esta organización son los que, a criterio de Meyer, contribuyeron de manera central a la derrota de los cristeros.
El primero de estos errores fue el de malgastar fuerzas y recursos buscando el apoyo de los Estados Unidos para una guerra que se oponía a la estabilidad que Washington buscaba. Si bien los Estados Unidos no eran anticlericales, sus intereses económicos en México hacían que fuera más prioritario apoyar a un presidente fuerte capaz de mantener el orden que a un ejército de campesinos que buscaban renovar la constitución.
El segundo error fue el de las luchas internas. Frente a la imposibilidad de dirigir el movimiento antigubernamental, la cabeza de la Liga se dedicó a atacar a las organizaciones y jefes rebeldes que se oponían a su dirección. Meyer sostiene que se consagró a desastrosas intrigas atacando a “las organizaciones que constituían la fuerza del movimiento cristero: la Unión Popular (U) y las Brigadas Femeninas (BB)”[2]. Por un lado, la Liga fue incapaz de proveer con armas a los cristeros y, por el otro, se encargó de destruir a estas dos organizaciones que ayudadas por la clandestinidad llenaban estas funciones.
Al tiempo que destruyó las organizaciones clandestinas, enviando a la muerte a muchos de sus miembros, atacó al mejor jefe del ejército cristero que había sido recomendado por ella misma: el general Gorostieta. Este es un claro ejemplo de los manejos de los ligueros, ya que cuando creyeron que el general Gorostieta sería fácilmente manejable, le dieron su apoyo y recomendación para que tomara los mandos del ejército rebelde. Cuando este mostró su independencia y su capacidad de mando, entonces los ligueros comenzaron a boicotearlo.
La Iglesia por su parte, se mantuvo oficialmente contraria al levantamiento de las armas. Muy pocos fueron los prelados que se unieron a los cristeros en la guerra. La mayoría huyó a las ciudades y, cuando no se mantuvo al margen, se dedicó a condenar y dificultar el movimiento. Meyer sita una circular eclesiástica de 1928 que dice que “la Santa Sede ha dispuesto que todos los sacerdotes se abstengan de ayudar material o moralmente a la revolución armada”[3], esta circular cristaliza la posición del alto clero, no solo de mantenerse en oposición a la revolución armada, sino obstaculizar su desarrollo.
Por su parte, la represión del gobierno se encargó de decidir a los tibios. Aquel sacerdote encontrado en el campo era fusilado y cualquier celebración religiosa era castigada con la muerte. Pese a que esto aceleró la huida a las ciudades de la mayoría de los prelados, muchos se unieron a los combatientes rurales y muchos seminaristas prefirieron dejar los hábitos frente a la condena de la Iglesia antes que abandonar al pueblo.
Ni el gobierno, ni la Iglesia, ni los miembros de la Liga imaginaron la magnitud que podía alcanzar el levantamiento de las masas. Todos subestimaron el grado en que el ataque al cristianismo afectaría al pueblo, pero sobre todas las cosas su grado de organización y combatividad. Las autoridades locales, cuando no estuvieron a favor de los cristeros, trataron de alertar al gobierno de lo peligroso que podía resultar atacar las Iglesias prohibiendo las celebraciones o haciendo los inventarios.
Que un pueblo se abstuviera de participar en los levantamientos no significaba un apoyo a la causa del gobierno, sino la posición del cacique o de las personalidades encumbradas en las relaciones clientelares. “Fue precisamente la quiebra de estas solidaridades familiares y políticas, la nueva negativa de seguir al cacique lo que dio, localmente, su carácter civil a la guerra”[4]. Este debilitamiento de las grandes y tradicionales clientelas, dejó paso al surgimiento de nuevas coaliciones que dieron como resultado un movimiento de masas sin mando burgués.
“El movimiento fue excepcional por su intensidad, su extensión geográfica y el número de combatientes que movilizó; sin duda, ya que engloba todos los grupos rurales y atraviesa todas las estructuras”[5].
A medida que la represión del gobierno aumentaba, el número de cristeros se incrementaba gravemente. Bajo las órdenes de algún ex general revolucionario o de personajes respetados, los campesinos se iban sumando a los grupos que espontánea y desorganizadamente se levantaba contra los soldados del Ejército Federal. Más allá de que durante la revolución hubieran respondido a mandos contrarios, antiguos líderes zapatistas, villistas o carrancistas peleaban al grito de “Cristo Rey”, grito por el que se ganaron el nombre de cristeros. Las solidaridades habían cambiado.
Con palos y piedras en su mayoria, ya que las armas eran muy escasas, los cristeros se enfrentaban a la Federación. Las armas que utilizaban eran en su mayoría las que les sacaban a los soldados durante los enfrentamientos. A medida que la guerra se prolongaba, los cristeros fueron organizándose y ganando experiencia. Jean Meyer sostiene que en cada batalla mostraban el poder que les daba la convicción de estar luchando por una causa justa y, por sobre todo, Santa. Para ejemplificar sita los dichos del jefe federal mayor Rodríguez que le dice al jefe cristero que le ha ganado la batalla: “UD. Ganó, pero vea la diferencia que hay entre una gente y otra. UD. Manda hombres, con verdaderos ideales, que pelean como soldados; yo una bola de cobardes que no sirven para nada. Nos dicen de Uds. que son hordas cristeras indisciplinadas y sin jefes, pero veo que es todo lo contrario”.[6]
Inclusive es importante destacar que los boletines de victorias de la Federación y los informes de perdidas eran falsos. Pese a estar mal armados y no tener una organización urbana que los proveyera y organizara, los cristeros podían infundir mucho mas daño a los batallones del ejercito regular de lo que el gobierno imaginaba.
Los cristeros contaron con jefes muy capaces, en especial con el general Gorostieta que además de ser un excelente estratega en la guerra de guerrillas, fue lo más cercano que tuvo el movimiento al intento de centralización de las tropas.
Por su parte, la población civil tuvo una participación más que importante. Proveyeron a los cristeros de armas, alimento y refugio. Pese al esfuerzo de las autoridades para sonsacarles información o a la violencia de la represión, la Federación no logró romper con las redes de complicidades que unía a la comunidad entera y a los cristeros escondidos en los montes y las sierras. De hecho, cuanto mas destructiva eran las concentraciones de los pueblos, mas firmes se hacían esos lazos secretos y mas personas se sumaban a la lucha armada. El apoyo de la sociedad civil fue lo que determinó la magnitud de la lucha, y su popularidad lo que permitió prolongarla.
Las concentraciones de población realizadas por el ejército significaban la destrucción de las cosechas y el ganado, significaba saqueo, significaba violencia y muerte para aquellos pobladores que no pudieran abandonar el pueblo a tiempo.
La Federación, como se conocía al ejército federal, era terriblemente violenta. No se tenían contemplaciones con la población civil por considerarla cómplice de los cristeros y no se tomaban prisioneros, una vez interrogado, el cristero era fusilado. Los soldados, en especial los agraristas, saqueaban y violaban cada pueblo al que llegaban, con lo que no hacían mas que enardecer el espíritu cristero.
En general, el ejército era inestable. Pese a que la incorporación en teoría era voluntaria, la necesidad de soldados y el desprecio que la sociedad sentía por esta profesión hicieron que el reclutamiento fuera forzoso. De manera que la levas solo aumentaban el número de cristeros, ya fuera por desertores o porque frente a la inminencia de ser reclutado el campesino prefería unirse a los rebeldes.
El ejército era una amalgama de campesinos, obreros, parados, presos, agraristas e indios. Había poblaciones indígenas que peleaban eficazmente, pero la mayoria era mal jinete y no peleaba con eficacia. Similar era el caso de los agraristas. Mal preparados y con poca voluntad, era la infantería de un ejército que muchas veces se vio obligado a desarmarlo por miedo a que se volviera en contra. De hecho en muchos estados los agraristas se incorporaron del lado de los cristeros.
“Mal pagado, mal alimentado, reclutado contra su voluntad para una lucha que no era la suya, el soldado federal, que ciertamente no temía a la muerte, era un desertor en potencia”[7]. Las deserciones para el gobierno eran doblemente caras: perdía al soldado y perdía su arma.
Fue la geografía, la carencia de tropas y la complicidad civil lo que determinó la duración del conflicto. Los arreglos a los que llegó a la Iglesia no lograron pacificar la situación porque eras mas una rendición que un armisticio. Las leyes anticlericales no se derogaron y la represión posterior fue aun peor que durante la cristiana. Esto provocó que los cristeros sobrevivientes subieran a las sierras para seguir peleando que esperar que los mataran en sus propias casas.
Meyer sita un testimonio que cristaliza el grado de represión: “Aun cuando pasen cincuenta años y después volvamos los cristeros a nuestra tierra, no habrán pasado los rencores [..]. Muy al contrario de las revueltas anteriores que pasados dos o tres años los bandidos y criminales de tomo y lomo vuelven a su rancho y se dedican a vivir tranquilamente. Por bandidos pongo a aquellos que en el villismo, en el carrancismo y todos los ismos lo fueron de verdad porque robaron, violaron y asesinaron por mayor”.[8]
En 1935, no quedaban más que 305 sacerdotes autorizados en todo el país. Inclusive, 17 estados no tenían ni uno.
La magnitud de la cristiana se debe al “catolicismo cuatro veces secular”[9]. México fue bendecido con la aparición de la Virgen de Guadalupe, tiene las catedrales más ilustres y un arte religiosos propio y admirable, fue el primer país que proclamó la soberanía temporal de Cristo Rey y tiene su origen en las labores apostólicas.
Meyer reivindica la guerra cristera como un movimiento verdaderamente revolucionario al mismo tiempo que critica a la revolución mexicana. Sostiene que el ejército cristero no era un instrumento de dominación porque se encontraba en el seno del pueblo, no así el caso del ejército de la revolución.
Al mismo tiempo critica a los líderes revolucionarios por no haber cumplido con lo prometido durante la revolución, como por ejemplo una eficiente reforma agraria que beneficiara a los campesinos. Cuando menciona la represión sufrida tras el armisticio, sita a un rebelde que dice no estar sorprendido por la falta de cumplimiento del gobierno porque “teníamos conocimiento cabal de los hombres de la revolución y sabíamos que jamás cumplirían (como no cumplieron) uno solo de los prometimientos”.[10]
Podría decirse que se coloca del lado de las fuerzas conservadoras al criticar a la revolución, pero también critica duramente la postura de la Iglesia. Considera que tanto ella como Elías Calles despreciaron la vida de los cristeros. Por un lado la represión fue durísima, y por el otro la Iglesia no solo no apoyó a quienes defendían su causa sino que con su abierta oposición obstaculizó las luchas cristeras y no fue capaz de negociar una paz victoriosa. Esta sería también la posición de la Liga, que boicoteo el movimiento cuando lo sintió independiente.
Sostiene a su vez, que los campesinos quedaron definitivamente subyugados por el gobierno y sin capacidad de oponerse a las reformas.
Meyer sataniza la figura de Calles, frente a la que opone la de Cárdenas. Sostiene que “Cárdenas, tras haberse desembarazado de Calles, que había provocado la crisis de 1934, deseaba poner fin a la cuestión religiosa en un clima de apaciguamiento, a la hora en que por primera vez desde hacia varios años, con la crisis del petróleo, la cuestión nacional volvía a primer plano”.[11]
María Gabriela Paviotti
Estudiante de la UBA-Historia
[1] Jean Meyer es un historiador francés que durante 1965 y 1969 realizó una investigación acerca de los acontecimientos cristeros de 1926 a 1929 y de 1932 a 1938. “La Cristiana” es una adaptación de su tesis de doctorado de 1971, editada en tres tomos en 1973. El primero de esos tomos es “La guerra de los Cristeros”. La segunda parte se titula “El conflicto entre la Iglesia y el Estado” y el tercero “Los cristeros”.[1]
El libro a reseñar aquí será “La guerra de los Cristeros”
[2] Jean Meyer, La Cristiana, “La guerra de los cristeros”.México, Siglo XXI, 1985.Pág. 84
[3] Circular eclesiástica de Mons. Placencio y Moreira, obispo de Zacatecas 1928. citado en: Jean Meyer, La Cristiana, “La guerra de los cristeros”.México, Siglo XXI, 1985.Pág. 37
[4] Jean Meyer, La Cristiana, “La guerra de los cristeros”.México, Siglo XXI, 1985.Pág. 41
[5] Ídem Pág. 43
[6] Jean Meyer, La Cristiana, “La guerra de los cristeros”.México, Siglo XXI, 1985. pág. 298
[7] Ídem Pág. 152
[8] Jean Meyer, La Cristiana, “La guerra de los cristeros”.México, Siglo XXI, 1985.Pág. 345
[9] Idem Pág. 66
[10] Idem Pág. 336
[11] Idem Pág. 365