Por: Gustavo Porzio
1.Introducción
1.1 Concepto de Crisis
El término crisis alude a un cambio brusco, a una alteración de una tendencia vigente anteriormente. En términos económicos la definición del diccionario Larousse así reza: “Ruptura del equilibrio entre la producción y el consumo, caracterizada por la súbita baja de los precios, quiebras y paro”. De acuerdo con lo anteriormente enunciado, la crisis; o, mejor aún, las crisis, son momentos difíciles, complejos, y parecerían tener un carácter excepcional. Pero la Historia reciente nos demuestra que, lejos de ser la excepción, las crisis son fenómenos cíclicos y recurrentes. Lo que causa mayor asombro - y parece, a simple vista, casi irracional- del modo de producción capitalista es que adoptan la forma de crisis de sobreproducción. Ó sea, se producen demasiadas mercancías y no hay a quien venderlas.
Esta forma social de producción se caracteriza por el recurso permanente a la innovación tecnológica, la asociación (más recientemente podría hablarse también y con más acierto de subordinación) de la ciencia con las tecnologías productivas. Regidos por la lógica de la competencia, los empresarios capitalistas recurren a la incorporación de cambios tecnológicos, los cuales permiten disminuir trabajadores, aumentar la productividad del trabajo, crear nuevos productos, de manera constante. Así, el capitalismo ha producido los mayores avances científicos y tecnológicos de todos los tiempos. Estos desarrollos parecen tener un carácter exponencial y las últimas décadas han presenciado una vertiginosa aceleración de las innovaciones y el surgimiento de insólitas tecnologías, que en los años 60 y aún en los 70, eran imaginables sólo en el campo de la ciencia ficción. Este género literario se funda en la premisa del avance tecnológico permanente y acelerado. Si bien a veces estos cambios son buenos, en otras versiones (de evidente carácter moralizante, culpógeno), se muestra un futuro ruinoso a causa de la ciencia y de la tecnología. Pero la concepción de un mundo cambiante, vertiginoso, de un futuro con nuevos descubrimientos y adelantos sólo pudo haber surgido en los dos últimos siglos, acompañando al capitalismo. Las profecías de la Antigüedad y de los santos o místicos medievales concebían un mundo igual al de ellos, no había ninguna innovación. Esta concepción más estática del futuro tiene mucho que ver con las características de sus sociedades. Las innovaciones ocurrían muy espaciadamente y sólo se aplicaban parcialmente. Dependían de algún intelecto brillante que producía la invención, pero muchas veces transcurría mucho tiempo hasta que esta se convertía en una innovación productiva. Ni al déspota oriental, ni al senador romano propietario de esclavos ni al señor feudal les interesaba mucho – o más bien nada- incorporar innovaciones que ahorraran trabajo. De allí que estos sistemas económicos se caracterizarán por la escala limitada de producción, una mayor precariedad ante las fuerzas de la Naturaleza, innovaciones tecnológicas ínfimas y realizadas a lo largo de una escala de tiempo necesariamente muy larga. La transformación del espacio por las sociedades era mucho más superficial de lo que es hoy día.
1.2. Crisis en el mundo precapitalista
Esta larguísima etapa de la Historia de la Humanidad atravesó cíclicas crisis, quizás mucho más devastadoras que las actuales. Se asocian los últimos siglos del segundo milenio antes de Cristo con hambrunas, plagas, invasiones. El mundo mediterráneo presenció el fin de la sociedad aquea o micénica y la entrada de Grecia en la anteriormente llamada “Edad Oscura”, los llamados Pueblos del Norte y del Mar se abatieron sobre Egipto y el corredor sirio-palestino, al igual que los nómadas esteparios arameos. Todos estos pueblos se trasladaban buscando nuevas tierras, escapando de la escasez.
Otro ejemplo de período crítico es el siglo V de la Era Cristiana. La irrupción de pueblos germánicos (y de otras etnias) sobre los territorios del Imperio Romano Occidental, provocaron hambrunas, tras ellas plagas (como la epidemia del siglo VI, antecedente de la terrible Peste Negra del siglo XIV), disminución de la población, incluso un descenso en la ya limitada esperanza de vida, un retroceso civilizatorio notable. Incluso se abandonaron gran parte de las áreas cultivadas, donde volvió a expandirse el bosque. Recién volverían a ser productivas para los hombres, tras las roturaciones que acompañaron la consolidación y expansión del sistema feudal en el siglo XI.
La crisis del siglo XIV, que marcó el fin de la expansión feudal y su posterior y gradual reemplazo por el capitalismo, se caracterizó por disminución de los rendimientos agrícolas, hambrunas, una mortífera epidemia de peste bubónica, rebeliones campesinas, infructuosos intentos de los señores feudales de incrementar sus rentas, guerras intestinas entre la clase dominante, etc. (Anderson, Perry, El estado absolutista, Siglo XXI editores, Buenos Aires, 1979).
Estas crisis, al igual que todas las que afectaron a los modos de producción precapitalistas, tienen un carácter similar, son crisis de escasez, de subproducción. Se originan porque faltan bienes, escasean los alimentos, la gente se muere de hambre porque no hay que comer. Son crisis de carestía, propias de estadios de transformación muy incipiente de la Naturaleza por los grupos humanos. A diferencia del modo capitalista de producción en el que hay una abundancia sin parangón de alimentos (y hay gente que aún pasa hambre incluso en períodos no críticos) y las crisis se generan por la sobreproducción, la abundancia de mercancías que no pueden realizarse, es decir, venderse en el Mercado. Las crisis precapitalistas son fenómenos locales, a lo sumo regionales; mientras que, en el capitalismo, al existir un mercado mundial interconectado e interdependiente, los grandes períodos recesivos se han expandido por todo el orbe.
Además de adquirir la forma de crisis de sobreproducción, en el capitalismo las crisis no parecen ser una infeliz excepción, producto de una súbita alteración (cambio climático, inundación, epidemia, irrupción violenta de otros grupos humanos, etc. como en el mundo antiguo y medieval) sino un hecho constante y que se reitera periódicamente.
1.3. Naturaleza de las crisis en el Capitalismo
Son conocidos los llamados ciclos y las ondas largas de Kondratieff (G. Garvy, La teoría de los ciclos largos de Kondratieff. En Los ciclos económicos largos. Akal editores. Madrid, 1979) que pretenden periodizar las crisis menores y las recesiones graves del capitalismo, que se dan más espaciadamente, aunque tardan mucho más en superarse.
De acuerdo a lo anterior, en los últimos dos siglos se han producido varias graves crisis que han puesto fin a las respectivas ondas largas de Kondratieff (G Garvy, obra citada. Akal editores, Madrid, 1979; y Taylor, Peter, Geografía Política: Economía- Mundo, Estado- Nación y Localidad, capítulo I. Trama editores, Madrid, 1994). En 1848 -coincidiendo con el último levantamiento de la burguesía en Europa, que consolidó definitivamente su dominación contra las antiguas clases dominantes y suscitó el surgimiento frente a ella de un adversario por primera vez organizado y conciente de su antagonismo de clase: el proletariado-, entre 1873 y 1893 aproximadamente, la que sería llamada la Gran Depresión, hasta 1929 cuando se hizo evidente el inicio de un nuevo período de crisis que recién terminó de superarse con la Segunda Guerra Mundial. Esta contienda implicó una gran destrucción de capital fijo excedentario y una enorme producción de mercancías para ser destruidas en su consumo (bombas, armas, aviones, etc.). La siguiente etapa recesiva, que ha tendido a cronificarse, se originó a partir de las contradicciones del período anterior y comenzó a fines de la década de los 60. De esta última gran crisis nos ocuparemos en este breve trabajo, procurando bosquejar sus causas, sus efectos, lo cambios políticos, económicos, sociales y tecnológicos que suscitó. Se hará referencia, fundamentalmente, a los países desarrollados, particularmente al epicentro de esta crisis, los Estados Unidos de América.
1.4. La crisis del 30
La crisis de 1929 adquirió caracteres dramáticos en poco tiempo. Como una epidemia se fue expandiendo por todos los países capitalistas. Las quiebras, el paro, la marcada disminución del comercio mundial, repercutieron en todo el orbe, excepto en la URSS. Las interpretaciones más simplistas refieren como su causa a la oleada especulativa que se suscitó en la Bolsa, producto de la euforia que generó la prosperidad de los años 20. Acciones sobrevaluadas, balances falseados, afán de enriquecimiento sin producir, abundancia de dinero, habrían generado esta fiebre especulativa que se desbocó hasta terminar en el viernes negro de octubre de 1929. Es cierto, mas es discutible que estos hechos de por sí expliquen la crisis. Ya resulta dudosa la caratulada expansión de los años 20. Este decenio asistió a una grave crisis de sobreproducción en el campo, los precios agrícolas venían en baja desde principios de la década. En Europa, los años 20 tampoco fueron un período generalizado de bonanza y expansión. Alemania, agobiada por el endeudamiento que le impusieron los vencedores de la Primera Guerra Mundial, atravesó una crisis inflacionaria descomunal. Se llegó devaluar tanto su moneda, que en 1923 se pagaban ¡5 billones de marcos por un dólar! En Italia, la llegada al poder del fascismo no tuvo el carácter revolucionario de la Marcha sobre Roma sino que fue una contrarrevolución en la que las clases dominantes otorgaron el poder a Mussolini y a sus secuaces ante la oleada de huelgas insurreccionales y las demandas de reformas agrarias encabezadas por los empobrecidos sectores populares. Gran Bretaña y Francia (la industria de esta última tenía un atraso notable y nunca había logrado consolidarse como potencia industrial) atravesaron períodos críticos al salir de la Gran Guerra. Los Estados balcánicos y de Europa central y del Este estaban empobrecidos. La revolución comunista de Hungría – encabezada por Bela Kun en 1926- estuvo a punto de consolidarse sino fuera por la intervención del gobierno dictatorial polaco del general Pilsudsky. Procesos dictatoriales de derecha, que luego serían cooptados por el nazi- fascismo ascendente, surgieron en muchos de estos países - como Rumania, Bulgaria, Finlandia, Hungría, Austria, etc.- como respuesta a las protestas obreras y campesinas y al pánico que suscitaba en las débiles burguesías de estos estados la proximidad territorial de la Unión Soviética (Hobsbawn, Eric. Historia del siglo XX, Grupo editorial Planeta S. A. I. C. / Crítica, Buenos Aires, Argentina, 1997).
Las interpretaciones de carácter más crítico hablan de una crisis de realización, sobreproducción y derrumbe de precios por falta de demanda. La llamada “gestión científica del trabajo” o taylorismo había generado un gran aumento de la productividad laboral. Mas las condiciones de los trabajadores poco o nada habían mejorado, sus exiguos salarios les impedían comprar los bienes que las industrias producían. Con gran producción y sueldos miserables se había alcanzado la sobreproducción. Esta sería una crisis de subconsumo, de falta de Demanda.
Otra mirada sobre el origen de la crisis podría centrarse en el agotamiento de un ciclo tecnológico y de una forma de gestión de la producción. Una de las innovaciones posteriores fue la generalización de los métodos de Henry Ford. Este agregó al esquema taylorista la línea de montaje, para ampliar aún más la productividad del trabajador. Esto era una profundización de los métodos de la “gestión científica del trabajo”. Pero, conciente de que tenía que tener compradores para sus automóviles, Ford pagaba salarios más altos. El llamado fordismo se caracterizaría por un acuerdo Capital- Trabajo, por el que los aumentos en la productividad irían de la mano de aumentos salariales (Hobsbawn, Eric, obra citada, Planeta ed. Buenos Aires, 1997). Por otro lado, los años posteriores a esta Gran Depresión verían incrementarse el número de empleados de cuello blanco, es decir, de burócratas en las empresas y la liquidación de empresas anticuadas que usaban tecnologías obsoletas.
De acuerdo a las interpretaciones marxistas, el Capitalismo conlleva en sí mismo contradicciones insalvables, que determinan su superación. Este modo de producción, se centra en la producción y la venta de mercancías. Los productores son expropiados del producto de su labor por la Burguesía. Los burgueses les pagan un magro salario de subsistencia y se adueñan de un valor excedentario, producto del trabajo humano no abonado, la plusvalía. De esta última procede la Ganancia o Beneficio empresario. Por ende, la lógica de este sistema es la extracción de plusvalor por la clase dominante. Sin embargo, para los marxistas existe una tendencia constante hacia el descenso de la tasa de ganancia. Esto ocurre por la naturaleza contradictoria de las relaciones sociales de producción. Los empresarios buscan incrementar su Capital (movidos no sólo por su antagonismo con los obreros sino por la competencia con otros empresarios capitalistas), para lo que buscarán incrementar la plusvalía extraída. Sin entrar en detalles en las pruebas empíricas ofrecidas por Marx, Engels, Lenin o Kautsky (marxista heterodoxo, autor de los últimos tomos de El Capital), se comprueba que existe en el Capitalismo una tendencia a reemplazar trabajo vivo, capital variable, por trabajo muerto, tecnología, maquinaria, capital constante. Si el valor de las mercancías procede del Trabajo vivo (ya que las maquinarias no crean valor, sólo pueden transmitir al producto el valor que el trabajo humano les otorgó a ellas) es obvio que la tendencia de la tasa de Ganancia es al declive, si bien hay factores que pueden retrasar esta tendencia, mas no evitarla ( Dobb, Maurice, Estudio sobre el desarrollo del capitalismo, Siglo XXI EDITORES, Buenos Aires). Por ejemplo, el abaratamiento de los precios de los alimentos permitió pagar menores salarios, el descubrimiento de nuevas materias primas, la incorporación de mercados dependientes (colonias), etc (Hobsbawn, Eric, La Era del Imperio, editorial Crítica, 1998). Para Lenin, la salida de la crisis de 1870- 1890 había sido el Imperialismo, una aceleración de la tendencia propia del capitalismo a la concentración y centralización del Capital, que también implicó la asociación del capital financiero con el industrial, a través del surgimiento de los Trusts americanos o de los Kartels alemanes y del reparto colonial de Asia, África y Oceanía entre las potencias europeas. Precisamente fue la competencia entre las burguesías imperialistas la que llevó a las Guerras Mundiales (Lenin, V. I. El Estado y la Revolución. La teoría marxista del Estado y las tareas del proletariado en la Revolución, Edición electrónica: Unión de Juventudes por el Socialismo. Argentina, 2003).
Es evidente, además, que la Segunda Guerra Mundial representó el fin de la Depresión de los Años 30. La enorme destrucción de capitales sobrantes, el aniquilamiento de millones de seres humanos, ciudades, fábricas, bienes de todo tipo, posibilitó la emergencia de un nuevo ciclo de relativa prosperidad.
En definitiva, para el marxismo esta y otras crisis son la consecuencia de la irracionalidad de la lógica del Beneficio – y de la tendencia inevitable a su declive y al derrumbe final de esta sociedad basada en la explotación-, de la expropiación de los trabajadores, de la anarquía en la producción que conlleva la economía de mercado. Ya que no existe ninguna planificación de la producción y la plena información de los actores del Mercado no es más que una abstracción irreal, es inevitable que la Oferta y la Demanda tiendan a desequilibrarse en forma casi permanente, generando crisis y depresiones recurrentes.
1.5. Efectos de la Gran Depresión de 1929
Las propuestas de los economistas no atinaban a dar respuesta a la ruinosa situación de comienzos de los años 30. No existían los ministerios de Economía, en la mayoría de los Estados no había un Banco Central estatal, que regulara la oferta de dinero y las tasas de interés. Es más, todo el edificio teórico de la Macroeconomía surgiría en los años siguientes, precisamente para dar salida a los problemas que suscitó la Depresión y procurar prevenir su eventual recurrencia. La Economía ortodoxa pregonaba que desde el Estado nada debía hacerse. Existía una ruptura del equilibrio de Oferta y Demanda debido a que los mecanismos de libre Mercado no podían actuar. La existencia de sindicatos obreros, que, según ellos, presionaban a la suba de los salarios, había causado la crisis y la estaba perpetuando. Esta tradición entonces hegemónica en Economía es conocida como neoclásica, ya que sus fundadores (Walras, Jevons, Pareto, etc. y sus refundadores más actuales como Hayeck) se postularon como los sucesores de los iniciadores del pensamiento económico moderno, Adam Smith, David Ricardo, Jean Baptiste Say, James Stuart Mill. Pretendían corregir ciertas confusiones de Ricardo que habían dado origen a perniciosas teorías (estos autores no hacían una mención explícita a Marx y a sus seguidores, pero es evidente que procuraban responder al debate acerca del origen del valor y la ganancia empresaria, que estos últimos suscitaron). Su concepción subjetiva del valor tiende a homologar valor de uso y valor de cambio, el valor y el precio. Los bienes – según ellos- no son valiosos por tener mayor o menor trabajo incorporado, sino por su utilidad o por su escasez relativa. Estos autores cimentaron las bases teóricas de la Microeconomía. Perteneciendo a la corriente positivista, procuraron dotar a la ciencia económica de una fundamentación lógico- matemática firme, para alejarla de las especulaciones teóricas, propias de los filósofos.
Estos autores habían aceptado acríticamente la ley de los Mercados de Say. Esta afirmaba, sintéticamente, que toda oferta genera casi automáticamente, su propia demanda. Para producir mercancías un empresario necesariamente movilizará factores de producción, es decir, pedirá dinero a crédito, comprará maquinarias y materias primas, contratará obreros. Lanzará dinero a la circulación y esto generará una corriente de potenciales compradores para sus productos (Gallbraith, John Kenneth Historia de la Economía, Ariel Editores, Barcelona, 1989. Por ende, para estos autores y sus actuales seguidores – también neoclásicos, si bien sus propuestas son tildadas como neoliberales, porque obviamente implicaron un retorno a la vieja tradición liberal clásica previa a los años 30- no existen las crisis de demanda. La demanda es infinita, cualquier bien que tenga cierta utilidad (o sea bien publicitado, podríamos agregar) hallará potenciales compradores. Si la demanda está dada, las crisis son de oferta, por ello es de esta última de la que hay que ocuparse. Hoy día existe una derivación radical de esta escuela de pensamiento, los ofertistas, que extreman algunos de estos postulados. Estas ideas, junto a la renaciente corriente heterodoxa del monetarismo, serán los que acompañen la reacción conservadora de los años 80 del siglo XX, de la mano de Reagan y Tatcher.
Volviendo al contexto de la Gran Depresión, los economistas proponían la inacción. Las propias fuerzas del Mercado restablecerían el equilibrio. Ante la generalización del paro, con el tiempo, los obreros aceptarían trabajar por salarios más bajos y se restauraría el crecimiento. Como demostró Keynes, esto podría quizás ocurrir luego de muchísimo tiempo y a costa de unas penurias extremas para la mayoría de la Humanidad (y podría dar pie a revoluciones, si bien él no lo plantea específicamente, pero la propuesta de Keynes de ningún modo es anticapitalista, más bien, es un intento de dar solución a los problemas del capitalismo maduro, pero para cimentarlo, evitar su derrumbe, que para muchos parecía inexorable y frenar la emergencia de revoluciones de izquierda), de ahí su conocida frase: “ En el largo plazo todos estaremos muertos”.
La catástrofe desencadenada por el derrumbe de Wall Street en 1929 debilitó la economía de los Estados Unidos, desinfló las visiones de un futuro optimista y suscitó una recesión mundial. Algunas de sus consecuencias más graves se sufrieron en el propio país de origen de la crisis. Había cuatro millones de desocupados en 1930 y nueve millones más para 1932 (Hobsbawn, Eric, obra citada, Planeta, Ed. Bs. As., 1997). No había ninguna garantía para aquellos que perdieron sus ahorros con la quiebra de los bancos y el derrumbe de las acciones. Millones de personas quedaron sin hogar. Sobre el campo se abatió una feroz sequía, que generó vientos de tierra, conocidos como Dust Bowl.
Roosevelt, ya como gobernador de Nueva York emprendió medidas de corte intervencionista. Había estudiado los programas de asistencia social de ciertos gobiernos europeos, en particular los de Suecia, que había encontrado lo que puede ser considerado como un antecedente del Estado de Bienestar.
Roosevelt fue elegido presidente en 1932. Si bien en un comienzo sus medidas fueron erráticas y parecían una continuación de las de las gestiones republicanas precedentes, el nuevo presidente y sus asesores comprendieron relativamente rápido el carácter de la crisis. Falta de consumo, concentración crecientemente regresiva del ingreso, sobreproducción, caída de la tasa de ganancia. Sus propuestas de ningún modo fueron revolucionarias; mediante la intervención estatal buscaron morigerar y controlar los efectos del ciclo económico. Decidieron atacar tanto a la sobreproducción (vía demanda estatal y precios sostén), como al subconsumo (vía seguros de desempleo, salario mínimo y el derecho a la sindicalización). Desarrolló una masiva infraestructura que permitiría el salto económico de los años posteriores. Al mismo tiempo sentó las bases de lo que Eisenhower luego denominaría “el complejo militar- industrial”. Todo un sector de empresas cuya producción se destinaba a armamentos y tecnología militar, cuyo único demandante era el Estado. Precisamente sería este el aspecto crucial de la salida de la crisis.
Las medidas del New Deal (Nuevo Trato), no condujeron a un reflote permanente de la economía. Tras una breve recuperación, un nuevo período recesivo se inició en 1937. Tal como se dijo anteriormente fue el aumento exponencial de la demanda estatal ante la Segunda Guerra Mundial lo que impulsó la superación de la crisis iniciada en 1929.
1.6. Los años de postguerra
Los Estados Unidos emergieron de la Segunda Guerra Mundial como el poder económico y militar dominante en el mundo. Su dominación en la esfera económica fue formalizada por los acuerdos de Bretton Woods, los cuales establecieron las nuevas reglas del juego para la economía mundial capitalista.
En los años subsiguientes, los Estados Unidos garantizaron las condiciones de estabilidad por las cuales el comercio, la inversión y la productividad capitalistas crecieron rápidamente. El liderazgo norteamericano ayudó a reducir los aranceles y otros obstáculos al comercio. El Plan Marshall facilitó la recuperación de las devastadas
economías europeas. La inversión privada norteamericana en el exterior contribuyó a la reconstrucción y al desarrollo de empresas capitalistas a través del mundo.
Los dólares inyectados en el sistema mundial por la inversión y la ayuda exterior norteamericana rápidamente retornaron vía una creciente demanda de las exportaciones estadounidenses. El crecimiento de los mercados externos y las condiciones de estabilidad del mercado mundial aumentaron la tasa de ganancia y las expectativas de las corporaciones. Esto propició una alta tasa de inversión, tanto en los Estados Unidos como en el exterior. Dentro del país, el poder de las corporaciones norteamericanas promovió una alta tasa de utilización de capacidad instalada en industrias clave, como el acero y la automotriz.
Por otro lado, las grandes empresas norteamericanas se beneficiaron de otras dos formas. Primero, obtuvieron acceso a materias primas y reservas energéticas de otros países en términos cada vez más ventajosos. Los precios de las materias primas tendieron a una baja sostenida hasta comienzos de los años 60. Durante los años de postguerra los combustibles baratos ayudaron a promover el uso del automóvil y el desarrollo de los complejos habitacionales suburbanos. Estos se convirtieron en hogares de familias de clase media y media alta, que podían rápidamente acceder al centro urbano, donde los jefes de familia trabajaban, gracias al automóvil (el centro de las ciudades sufrió un proceso de deterioro y pasó a ser ocupado por sectores de bajos ingresos, muchos de ellos pertenecientes a grupos étnicos desfavorecidos, como hispanos y afroamericanos, constituyéndose el patrón de suburbanización y el sistema de transporte basado en el automóvil particular, típicamente norteamericano). Además, los Estados Unidos vendían y compraban en un mercado mundial que les resultaba cada vez más favorable. Ante la baja de los precios de materias primas, los bienes industriales tendieron al alza de precios durante gran parte de estos años.
Los beneficios privados se derivaban de la asociación del poder económico con el poder militar. El ascendiente norteamericano combinaba las ventajas de la elevada productividad del trabajo con un agresivo apoyo a la inversión internacional, basado en un imponente poderío militar. Los sucesivos gobiernos otorgaron importantes ventajas impositivas a las corporaciones transnacionales norteamericanas. Sus beneficios se incrementaron y pagaron tasas impositivas exiguas; 1,2 mil millones de dólares sobre ingresos de 24 mil millones de dólares; ó sea, un impuesto de sólo el 5%, En 1955, los gastos militares equivalían al 10% del producto bruto nacional, una cantidad mayor que la inversión bruta privada fija ((Pozzi, Pablo; Nigra Fabio,” De la Posguerra a la Crisis. La Reestructuración Económica del capitalismo Occidental, 1970- 1975”, en Pozzi, Pablo y Nigra Fabio, compiladores, Huellas Imperiales, Historia de los Estados Unidos, 1929 – 2000, Imago Mundi, Bs. As., marzo 2003). .
Keynes, basándose en el estudio de políticas económicas aplicadas por diversos gobiernos había desarrollado un cuerpo teórico de doctrina económica en su célebre obra: Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero (1936) básicamente demostraba que en períodos de crisis el Estado no debía permanecer inactivo. Es más, debía aumentar el Gasto público, para incrementar la demanda agregada y, con ello, movilizar la inversión. En un contexto de crisis de demanda el incremento del gasto estatal no resultaría inflacionario, sino que movilizaría la economía, sin generar aumentos de precios. Durante los períodos de alza, el Estado debía revertir esta tendencia al déficit. Se deberían equilibrar las cuentas públicas e, incluso, debía lograrse el superávit fiscal. Con ello el Estado ahorraría reservas para intervenir cuando se presentaran ulteriores períodos de crisis. Parte de este superávit fiscal debía lograrse incrementando los impuestos a las grandes empresas (Galbraith Kenneth, Historia de la Economía, Barcelona, Ariel editores, 1989 y Galbraith, Kenneth; Salinger, Nicole, Introducción a la economía: una guía para todos (o casi), Editorial Crítica, Barcelona, 2001). Es evidente que ninguna de estas medidas fue llevada a cabo por las diversas gestiones gubernamentales, ni por los demócratas ni por los republicanos y que, dado el grado de concentración del capital en una economía de punta, como la de Estados Unidos, estas últimas medidas eran impracticables. Por lo que el gasto público nunca se contrajo, más bien siguió creciendo. Las sucesivas administraciones no recortaron el gasto público y las cifras citadas en el párrafo anterior demuestran que las grandes corporaciones pagaron muy poco en concepto de impuestos (Pozzi, Pablo y Nigra, Fabio, obra citada, Imago Mundo, Bs. As., 2003). Los mismos autores citados hablan de un keynesianismo invertido. Es decir, el gasto estatal en el sector de Defensa se convirtió en el empuje de la actividad económica. Esto conllevó no sólo una constante tendencia al déficit y crecientes presiones inflacionarias, sino una distorsión del aparato productivo norteamericano. Los sectores industriales ligados al sector de Defensa, cuyo demandante era el Pentágono se vieron cada vez más beneficiados. Los sectores industriales relacionados con la industria civil y de bienes de consumo se vieron postergados y fueron sufriendo crecientemente la competencia extranjera, europea y, sobre todo, japonesa. La expresión keynesianismo militar refiere a este desbalance entre fue producción civil y bélica. Este gasto público crecientemente excedentario estaba ligado al sector de armamentos y de tecnología militar e iría de la mano de la reducción del gasto en asistencia social, sobre todo durante las administraciones republicanas de Ronald Reagan.
Es tema de discusión si los Estados Unidos tuvieron o no un Estado Benefactor, mas el gasto social fue reduciéndose cada vez más, luego del asesinato del presidente Kennedy. Ó sea, la tan mentada revolución conservadora de los años 80’, liderada por Ronald Reagan y por Margaret Tatcher, no tendría mucho de novedoso, sino que más bien sería una profundización de una tendencia previa y cuyo objetivo central era evitar la caída de la tasa de ganancia de las grandes corporaciones.
Volviendo al sistema norteamericano de Postguerra, podemos decir que su clave estuvo en una activa política estatal destinada a mantener e incrementar la tasa de ganancia empresaria, sobre todo en los sectores de mayor concentración de capital. Esta forma de acumulación estrechamente ligada al poderío militar tuvo su justificación y expresión político-ideológica en el marco de la Guerra Fría. Resulta evidente que la crisis y el estancamiento de los años 30` habían sido superados por la gran movilización que determinó la Segunda Guerra Mundial. Es dudoso que esto haya llegado a modificar las condiciones subyacentes que habían ocasionado la falla en el proceso de acumulación previo. Se puede objetar que los veinticinco años posteriores a la conclusión de la guerra presenciaron una expansión y crecimiento vigorosos. Esta etapa ha sido conocida como “los años dorados” del capitalismo, incluso como su etapa más próspera y feliz, donde parecieron reducirse gran parte de sus contradicciones y las condiciones de vida de muchos millones de personas mejoraron. Sin embargo, las condiciones de crecimiento no parecen haber sido tan elevadas y análisis más minuciosos demuestran que distaron de ser permanentes. En realidad, la sociedad norteamericana permaneció en un estado de movilización, como si la guerra no hubiera finalizado. De hecho, el conflicto bélico de Corea jugó un rol fundamental en mantener el crecimiento económico. Sintéticamente, podría concluirse que la gran movilización bélica que había permitido superar la Gran Depresión de los 30’, y que continuó con la Guerra Fría impulsó el auge transitorio de la economía.
Desde la década de 1940 la acumulación capitalista norteamericana se basó en una economía de guerra permanente. Esta situación propició una profunda deformación de la economía estadounidense. La inversión se concentró en la industria militar y sus subsidiarias. Esto determinaba que todas las ramas industriales ligas a la Guerra Fría disfrutaban de subsidios para la investigación y el desarrollo, eran protegidas (por cuestiones de seguridad nacional) de la competencia internacional, tenían un agresivo régimen de promoción a la exportación, y, por otro lado, podían contar con un mercado seguro en el estado (monopsonio) que, a su vez, garantizaba una tasa de ganancia superior a la media. En cambio las ramas para el consumo civil, tales como la automotriz, acero, textil, maquinaria y electrodomésticos, no disfrutaban de de las mismas ventajas.
Durante casi tres décadas, Estados Unidos invirtió más de diez billones de dólares en gastos relacionados con la Guerra Fría Esto constituyó un estímulo fundamental para un sostenido crecimiento económico, pero no fue de ninguna manera una política industrial eficiente, ya que favoreció y terminó consolidando el deterioro comparativo de varias ramas industriales. Por un lado, esta forma de acumulación logró controlar el impacto de las bajas en los ciclos económicos, pero por otro implicó una deformación en el régimen de acumulación propiciando un debilitamiento de la economía en el mediano plazo (Nigra y Pozzi, obra citada, Imago Mundi, 2003). .
2. La Crisis de los años 70
2.1.Los inicios de la nueva crisis
Los fundamentos institucionales del poder y del privilegio corporativo funcionaron durante dos décadas. Pero de manera relativamente rápida demostraron ser vulnerables.
Hacia mediados de la década de los 60’ las corporaciones norteamericanas se enfrentaban, tanto en el primer mundo como en el tercero, a desafíos cada vez más serios, que erosionaban su posición internacional. Uno de los pivotes de la política de Postguerra fue el apoyo material a la reconstrucción de Europa y Japón (no por benevolencia sino para evitar la expansión del comunismo y, para garantizar a las grandes corporaciones norteamericanas una demanda internacional sostenida). Esta ayuda, mediatizada fundamentalmente a través del Plan Marshall posibilitó el rápido despegue económico de estos países. Este auge contribuyó a disminuir la combatividad del sindicalismo de izquierda en Europa y en Estados Unidos. A esto ayudó también la actitud de las burocracias estalinistas de la URSS que respetaron la división en zonas de influencia entre ambas potencias fijadas en la conferencia de Yalta (marzo de 1945). Los poderosos y antiguamente combativos sindicatos y partidos comunistas europeos rápidamente tendieron a la burocratización y se limitaron a seguir las directivas contrarrevolucionarias de Moscú (Hobsbawn Eric, obra citada, Grupo editorial Planeta, Buenos Aires, 1997).
Pero este éxito político también acabó constituyendo un desafío al liderazgo económico de Estados Unidos en el mercado mundial y, finalmente, llevó a una penetración masiva de las empresas europeas y sobre todo japonesas en el mercado norteamericano.
Las exportaciones estadounidenses fueron disminuyendo gradualmente su peso en el comercio internacional. La tendencia a la baja se acentuó y fue máxima a comienzos de los años 70’. La penetración en su mercado interno se acentuó repentinamente a mediados de los 60’. Fue muy notorio el incremento en las importaciones de automotores, electrodomésticos y calculadoras entre 1960 y1970.
De acuerdo con Nigra y Pozzi, es posible que gran parte de la declinación económica norteamericana se deba a la sobreinversión en industrias ligas al sector de Defensa, el sector conocido como complejo industrial militar. Por un lado este poderío militar le permitía mantener su hegemonía en el sistema internacional de postguerra. Pero, también significó un enorme costo para su capacidad productiva. El hecho de que dedicara una parte sustancial de su producto bruto interno al presupuesto militar significó que poseía menos capital disponible para la formación de capital productivo.
Por otro lado, los cambios en el Tercer Mundo empezaron a erosionar la dominación internacional estadounidense en la década de los 60’. El gobierno norteamericano apoyaba con ayuda militar -e incluso interviniendo directamente- a aquellos gobiernos que ofrecían condiciones favorables al ingreso de las grandes empresas estadounidenses. Las corporaciones multinacionales de origen norteamericano encabezaban la penetración en los mercados del llamado Tercer Mundo. Tanto la intervención militar – velada o manifiesta- del gigante del norte como la penetración de sus empresas se convirtieron en el blanco de los ataques de movimientos de liberación, nacionalistas o marxistas.
Otra presión derivó de la alteración del comercio de materias primas. Los productores de petróleo se asociaron en la OPEP (Organización de los Países Exportadores de Petróleo). Sus gobiernos expresaban la necesidad de ejercer un control más directo sobre los recursos naturales, con el objetivo de recibir una cuota un poco más alta en el reparto de los beneficios del desarrollo económico mundial. La acumulación de postguerra en el centro capitalista se había centrado fundamentalmente en el precio barato de los combustibles. De ahí que maquinarias, equipos, automóviles y electrodomésticos de aquellos años consumieran mucho combustible en forma directa o indirecta, al necesitar una alta cantidad de energía eléctrica.
El despilfarro de combustibles fósiles propiciaba en los 60’ y 70’ toda una serie de artículos periodísticos o pretendidamente científicos que hablaban sobre el inminente agotamiento de los recursos energéticos, algunos tan alarmistas que profetizaban el derrumbe de la sociedad industrial para 1985. Otro tema en boga en aquellos años era el de la llamada explosión demográfica que - pese a sus slogans catastrofistas y a las “eminencias” que la sustentaron-, sin embargo, no llegó a concretarse. Estas hipótesis neomalthusianas predecían que la población mundial se incrementaría aceleradamente, tanto que para fines del siglo XX diez mil millones de seres humanos vivirían en un planeta cuyos recursos habrían devastado. Pese a que ninguna de estas escatologías laicas se cumplió (pero que muchos grupos sectarios fundamentalistas cristianos incorporaron a sus desatinadas prédicas milenaristas), estos razonamientos, de base eminentemente malthusiana, resurgen nuevamente en contextos críticos, como los actuales.
Ya a fines de los 60’ estaban dadas las condiciones para el quiebre del sistema de postguerra. También se había incrementado la competencia entre los países capitalistas desarrollados. Por otro lado, los soviéticos aumentaban notoriamente su poderío bélico, constituyendo un serio desafío a las capacidades militares norteamericanas. Había crecido la presión de la demanda internacional sobre las reservas de materias primas disponibles y ello condicionó una mejora ostensible en el poder de negociación de los países del Tercer Mundo. Todas estas situaciones se conjugaron, tendiendo a reducir el poderío internacional norteamericano y a generar una aguda crisis inflacionaria que alcanzó su cenit con la crisis petrolera de 1973.
2.2. La escalada inflacionaria
La Guerra de Vietnam se prolongaba y el déficit fiscal no cesaba de incrementarse, por lo que el gobierno demócrata de Lyndon Baines Johnson trató de reactivar la inversión. Para ello otorgó atractivas ventajas impositivas a las grandes empresas. Estas medidas -aconsejadas y llevadas a la práctica por economistas que habían formado parte de la administración Kennedy- no diferían mucho de las que más adelante llevarían a cabo las gestiones republicanas posteriores. La magnitud de estas subvenciones fue considerable, disminuyendo considerablemente la carga impositiva sobre los beneficios de las sociedades. Según Bowles, Gordon, y Weisskopf (Bowles, Samuel; Gordon, David; y Weisskopf, Thomas, La economía del despilfarro. Alianza, Madrid, 1989) estos recortes de impuestos representaron una transferencia del 1% del PBN de Estados Unidos del Estado a las grandes empresas.
Estas reducciones impositivas y los crecientes gastos de la guerra no hicieron sino exacerbar el ya alarmante déficit fiscal. Pero, en el corto plazo, se produjo un incremento de la demanda agregada y dio origen a una nueva etapa expansiva, aunque de menor magnitud y mucho más breve.
Como consecuencia de esta política, la oferta de dinero, que venía creciendo sostenidamente desde fines de los años 50” se aceleró aún más. Pero este aumento de la liquidez no se condecía con un aumento en la producción de bienes y servicios. Es más, entre 1966 y 1973, el ritmo de crecimiento disminuyó al 0,3%, por lo que las presiones inflacionarias se desataron (Ídem).
Algunos estudiosos de los problemas monetarios internacionales afirman que, en esta época comienza el proceso de financiación monetizada de los déficits fiscales. (O sea, emitir moneda para salvar la diferencia entre ingresos y egresos del Estado), que se convertiría en una política constante en muchos estados durante la prolongada crisis que se suscitaría. Bien conocido es el caso argentino que enfrentó escaladas inflacionarias cíclicas, llegando a los extremos paroxísticos del final del período presidencial del dr. Alfonsín, en 1989.
Las expectativas de crecimiento del presidente Johnson no se podrían sostener en el mediano plazo. La teoría económica afirma que si el déficit fiscal no se reduce – ya sea, aumentando los impuestos y o disminuyendo el gasto público- el Estado se verá obligado a endeudarse para cubrir la diferencia, y para los Estados Unidos el asunto se volvía mas crítico por que como consecuencia de los acuerdos de Bretton Woods debía obligatoriamente mantener una paridad oro / dólar fija que le impedía la emisión fiduciaria (es decir, emitir billetes de dólar sin respaldo en oro) en forma abierta. Pero, la misma mecánica del sistema de postguerra, que llevó a Estados Unidos a entregar dólares a las otras grandes economías capitalistas, condujo al mundo a una serie de tensiones, que culminaron en ataques especulativos contra el dólar. Las instituciones monetarias y regulatorias establecidas por Bretton Woods, estaban liquidadas y se entraba de lleno en una nueva crisis.
Desde 1970, el déficit presupuestario sumado al balance negativo de la balanza comercial fue creciendo en forma permanente. Esta situación se mantendría hasta 1988.
La balanza comercial deficitaria se debía a varios factores. Entre ellos, a la sobrevaluación del dólar (resultado de la convertibilidad oro /dólar) y, en gran medida, a la baja productividad. Esta es atribuida generalmente a la lentitud del proceso de innovación tecnológica, a los altos salarios – que incrementaban los costos unitarios, y, debido a la dificultad de trasladar este aumento de costos a los precios por la sobrevaluación del dólar, se producía una constante disminución de la tasa de Beneficio empresario-, etc. El Estado del Bienestar y las instituciones de regulación estatal, ligadas a las políticas macroeconómicas keynesianas se convirtieron en el blanco de ataques de los sectores más conservadores y de los medios de comunicación.
En definitiva, existirían tres grandes hipótesis – en gran medida, complementarias- sobre el origen de la crisis en los Estados Unidos:
• La que insiste en la caída de la productividad del trabajo en el largo plazo, que, junto a los aumentos salariales atados a convenios impulsó una inyección interna de dólares por encima de la oferta de bienes y servicios realmente producidos por la economía.
• Otros insisten en la alteración de los recursos internos debido a los ingentes gastos militares producto de la Guerra de Vietnam, que condujo al ya citado aumento exorbitante y sostenido del gasto público y al desbalance entre industrias de producción civil y las ligadas al sector de defensa.
• Una mirada más determinista, difundida aún hoy por ciertos medios de comunicación y programas de documentales televisivos, que atribuye el inicio de la crisis al repentino incremento de los precios petroleros producido por la OPEP en 1973.
Por más que se insista en uno de estos puntos más que en los otros, los tres se imbrican y forman parte de un proceso estructural más amplio.
Los marxistas lo verán como una consecuencia inevitable de la ley de la tendencia al declive de la tasa de Beneficio, que en la madurez del capitalismo no hace más que acelerarse y hacerse más abrupta, generando crisis cada vez más graves. Ciertos sectores del marxismo académico explicarán el proceso como consecuencia de la inevitable tendencia al derrumbe final del capitalismo. Ante las críticas a sus concepciones, estos autores esgrimen a su favor el hecho de que la crisis iniciada en las Economías Centrales a fines de los años 60” no finalizó por completo y se fue extendiendo al mundo entero. La economía mundial capitalista presenta un estado de crisis crónica y es hoy en día aún más vulnerable que en los años 60”. Sería algo comparable a una enfermedad crónica en la que los síntomas aparecen atenuados
- pero resurgen con gran virulencia en focos específicos y cada vez más frecuentemente-, aunque el mal prosigue su curso insidiosamente, dañando los órganos vitales del enfermo y llevándolo a un colapso final y a su deceso. Según estos autores, esta tendencia al derrumbe es inevitable en el mediano plazo. Las medidas que se tomen no serán sino paliativos, acciones sintomáticas, que no harán más que aplazar un poco el inevitable colapso final. Es curioso que estos pensadores no conciban este derrumbe económico, sanitario, cultural, moral, etc. de la sociedad capitalista madura como la llegada inevitable del socialismo, la dictadura de los trabajadores, que más adelante daría origen al comunismo. Esta última concepción, teleológica, que concebía la historia de la Humanidad sujeta a leyes determinantes, que establecían la sucesión escalonada y mecánica de los modos de producción está más ligada a las concepciones estalinistas. Por el contrario, los defensores de la idea del derrumbe capitalista – corrientes trotskistas, continuadoras del pensamiento de Pierre Lambert - sostienen que este último podría llevar a ese escenario de fin de las sociedades de clase y el surgimiento del comunismo, si los trabajadores, concientes de su situación, concientes de su irreconciliable antagonismo con la clase detentadora de los medios de producción y de sus intereses comunes decidieran derrocar a los explotadores y tomar en sus manos la gestión de la producción y distribución de bienes y servicios, en beneficio de la Humanidad entera y también del medio ambiente. Pero, por el contrario, si las masas explotadas y desposeídas no toman conciencia de su situación y se organizan, el declive final del capitalismo, lento pero irreversible, podría conducir a un estado terminal, la tan temida barbarie. Un estado crónico de crisis, agotamiento, miseria creciente, violencia, guerras, resurgimiento de hambrunas y plagas pandémicas, depredación del ambiente y los recursos. Un escenario de degradación ética y moral definitiva, que unida a todo lo anterior, podría conducir a la extinción de la especie humana.
2.3. Evolución de la crisis
Resulta evidente que el patrón de acumulación de postguerra comenzó a afrontar una grave crisis entre fines de los 60’ y principios de los 70’, aún antes del brusco incremento de los precios del crudo, en 1973. Sintéticamente, podemos afirmar que dicho patrón de acumulación se basó en:
• El acuerdo capital- trabajo, por medio del que se pautó un incremento constante y periódico de los salarios, a cambio de aumentos de productividad. Con la matriz tecnológica imperante hasta ese momento, ya no eran posibles mayores aumentos de productividad y las presiones al alza de los salarios tendían a incrementar la espiral inflacionaria. Fueron estos años de gran conflictividad laboral y un estado generalizado de protestas ciudadanas (movimientos antibélicos, manifestaciones estudiantiles, movimiento por los derechos civiles de la minoría afroamericana, primeras protestas de las comunidades gay- transgénero, etc.)
• Las instituciones de crédito y monetarias derivadas de Bretton Woods, que determinaban al dólar americano como divisa de referencia mundial para el exterior, y un continuo déficit presupuestario sostenido con deuda segura para el interior.
• Un Estado con políticas inclusivas para el interior, intentando garantizar una creciente participación en el mercado de los excluidos, mientras se convertía en gendarme mundial en el exterior; asumiendo la defensa a ultranza de las corporaciones norteamericanas.
Esta estructura social de acumulación, que podría denominarse keynesiana estaba agotada ya para la segunda mitad de la década de los 60’. La Guerra de Vietnam incrementó el déficit público en forma sustancial y puso en evidencia las limitaciones del patrón de acumulación ligado al complejo industrial- militar.
La fuerza laboral norteamericana incrementó su resistencia a los ajustes del modelo, neutralizando los intentos capitalistas de aumentar la productividad laboral.
En paralelo a esta erosión del sistema de postguerra, su principal gestor, el partido demócrata fue perdiendo gradualmente popularidad y esto se reflejó en el decrecimiento de sus escaños en el Congreso. Los republicanos y los demócratas disidentes – más “conservadores”- de los estados sureños controlaron el Poder Legislativo a partir de 1966. Así se va gestando la base de poder y liderazgo que conducirá a Richard Nixon a la presidencia, en 1968.
El nuevo mandatario iniciará un nuevo estilo de gobierno, con mayor uso de poderes discrecionales del Ejecutivo, en desmedro de la autoridad y de la autonomía del Congreso. Esta administración – a la que algunos denominaron presidencia imperial- no se caracterizó, como el período Kennedy- Johnson, por el interés por la cuestión social y las reformas estructurales para beneficiar a los más desposeídos. El incremento del gasto público prosiguió, pero con otros fines. En política exterior decidió proseguir la impopular Guerra de Vietnam, pero, paradójicamente, esbozó una política de distensión en las relaciones con la cada vez más burocratizada URSS y con China. Este giro en política exterior fue acompañado en el interior con un cambio a una cosmovisión más conservadora, hasta reaccionaria, rechazando vehemente la contracultura juvenil de los años 60, el pacifismo, el feminismo.
Mientras se acercaba diplomáticamente a los gigantes comunistas, proseguía activamente la intervención en Vietnam, haciendo uso cada mayor de recursos, sin control del Congreso.
Los asesores del presidente, junto a los sectores más conservadores del partido republicano conformaron una tendencia de opinión que dio en llamarse: Mayoría Moral. Este grupo, encabezado por el vicepresidente, Spiro Agnew, contaba con el apoyo de buena parte de los medios masivos de comunicación, con las alas más fundamentalistas de las Iglesias y sectas protestantes y con amplios sectores medios, sobre todo en los estados del sur y en Nueva Inglaterra, la región hoy denominada cinturón bíblico estadounidense. Ciertos sectores más conservadores del partido demócrata también adscribían a esta campaña de recuperación de “los valores norteamericanos”. Se desarrolló la teoría del descuido benévolo. Las anteriores gestiones demócratas, por su indulgencia y su supuesta falta de autoridad, habrían impulsado un libertinaje que habría llevado a la nación al desorden, a la anarquía, a la erosión de los valores familiares, de la moral y las buenas costumbres, a la pérdida de respeto, el desafío a la autoridad. Incluían entre sus críticas a las reformas otorgadas a la minoría afroamericana, a los gastos de fondos públicos en asistencia social (que nunca habían sido tan elevados como en Europa occidental o Japón). En estos años se hablaba continuamente de la explosión demográfica. Para el pensamiento conservador y protestante (ó más específicamente calvinista- puritano, siempre opuesto a la práctica de la caridad), la asistencia social impulsaba a los pobres a reproducirse exageradamente, engendrando legiones de nuevos pobres que, en pocos años, depredarían el planeta. Películas como “Cuando el mañana nos alcance”, una distopía futurista, donde, en un mundo superpoblado y empobrecido, las masas llegaban a ser alimentadas con procesados de cadáveres humanos reflejan estas ideas que pululaban en los medios masivos y en el discurso científico- académico. El darwinismo social resurgió de la mano de la Sociobiología. El entomólogo Wilson pretendió explicar todas las conductas humanas como reflejo de adaptaciones evolutivas. Los genes, egoístas y ansiosos por perpetuarse, dominarían nuestros pensamientos y acciones. La sociedad humana sería el equivalente a cualquier población animal, donde siempre nacen más organismos de los que puede sustentar el “medio”, por lo que los menos adaptables deberían perecer. La sociedad occidental, según esta creencia pseudocientífica, no es un producto histórico, consecuencia de luchas, enfrentamientos, tendencias sociales, actos de innumerables seres humanos, sino una derivación de nuestra conformación genética. Algunos de los más radicalizados de estos sociobiólogos han llegado a comparar al macho alfa de la banda de chimpancés con el empresario exitoso. Olvidando que este, en la mayoría de los casos, no se enriqueció por sí mismo, sino que heredó bienes, no genes más exitosos y que estas riquezas nada tienen que ver con capacidades desigualmente distribuidas, sino con un sistema social injusto. Este tipo de ideas, que también sostenía que ciertos sectores eran menos inteligentes (recordemos las baterías de tests para medir el coeficiente de inteligencia inventadas por la psicología conductista norteamericana), llegaba a cuestionar hasta la utilidad de la educación universal y obligatoria. Claro está que los menos inteligentes siempre eran pobres y pertenecientes a minorías postergadas…. Este era el ambiente de época que acompañaba a la crisis y que legitimaría la reacción conservadora de los años 80”.
Al mismo tiempo que la tasa de crecimiento de la producción real por hora en empresas privadas, (no agrarias) disminuyó del 2.9% de 1959- 1966 al 2,1% de 1966- 1973, la tasa de aumento de la remuneración real por hora de los trabajadores (no solamente salarios, sino también beneficios sociales) aumentó del 4.1% al 6.8%, lo que llevó a un incremento del 4.5% de los costos laborales unitarios -esto significa, costo monetario del trabajo por la unidad de producción real- entre 1966 y 1973 ( Bowles, Samuel; Gordon, David y Weisskopf, Thomas, obra citada, Alianza, Madrid, 1989). Esto no hubiera sido grave si Estados Unidos hubiera mantenido su preeminencia en el Mercado mundial, pero la creciente competencia de las otras granes economías capitalistas, particularmente Japón, imposibilitó a las corporaciones norteamericanas un aumento de precios suficiente para mantener la tasa de ganancia. Las exenciones impositivas las habían ayudado, pero limitadamente y ya no se podían producir otras, dado el galopante déficit fiscal, producto, entre otras cosas, de la guerra de Vietnam. La obvia consecuencia fue una gran caída de la tasa de beneficio empresario, a partir de 1966.
Los jinetes apocalípticos de la crisis y la sobreproducción se abatieron sobre el gigante del Norte. Se desató una inflación descontrolada, estancamiento y reapareció el paro. Amplios sectores industriales mostraron tasas declinantes de productividad, un alarmante déficit de balanza comercial (diferencia entre valor de las exportaciones y las importaciones) y un dólar acentuadamente devaluado.
Sin embargo, el déficit público proseguía su desbocado crecimiento, 1969 batió récords. La guerra de Vietnam llegó a consumir el 43, 4% del presupuesto, lo que equivalía al 9% del PBI (Pozzi y Nigra, obra citada, Imago Mundi, 2003). A partir de entonces, estos valores declinarían, a medida de que se decidió establecer un paulatino retiro con “honor”, lo que, obviamente, implicaba reconocer la derrota. Sin embargo el auge sostenido de las empresas ligadas por contratos al sector de Defensa, el denominado complejo industrial- militar, incidió negativamente sobre el resto de la economía. Las industrias civiles vieron recortada su capacidad de obtener créditos para la producción, mano de obra capacitada, mejores servicios y más baratos. Por consecuencia, la productividad industrial no creció al nivel que el creciente nivel de gasto público demandaba (y es más, se estancó mientras se incrementaba el desempleo). La obligada expansión de la oferta monetaria propició una sostenía escalada inflacionaria y esta retroalimentó el desempleo y el decrecimiento de la tasa de ganancia.
Al final de la gestión Nixon el déficit público empezó a solventarse con un mayor endeudamiento público. Esta inyección de dólares no hizo sino disparar aún más la inflación. La productividad industrial seguía cayendo a comienzos de los 70`, al contrario de lo que ocurría con el desempleo. Las medidas de Nixon no hicieron más que agravar las críticas condiciones económicas de Estados Unidos.
Pero Nixon no llegaba a darse cuenta de la magnitud del problema. Durante el período de campaña presidencial no hizo más que incurrir en contradicciones. Siendo candidato del partido republicano llegó a afirmar: “hoy somos todos keynesianos”. Mientras bombardeaba brutalmente a Vietnam del Norte, su secretario de Estado, Henry Kissinger, afirmaba, cínicamente, que el fin de la guerra estaba cerca. Obtenido el triunfo presidencial, decidió atacar la inflación recortando el gasto público y favoreciendo tasas de interés más altas, a través de los mecanismos de que disponía la Reserva Federal para influir sobre el sistema bancario privado. Los efectos sobre la inflación fueron casi nulos. La idea teórica que subyacía bajo estas acciones era que la inflación podía ser controlada desde la perspectiva monetaria, mientras que las grandes empresas y los economistas ortodoxos consideraban necesaria una recesión para sanear el sistema económico y que se autorregularan a la baja los precios.
De todos modos, la política fiscal restrictiva de Nixon apenas duró un año y luego volvió a incrementar el gasto público. Se entraba de lleno en la estanflación, un estado confuso, donde a la crisis y caída de la productividad se le sumaba una exorbitante inflación. RECESIÓN + INFLACIÓN = ESTANFLACIÓN.
Nixon ideó una respuesta muy heterodoxa e increíble proviniendo de un hombre del partido republicano, tradicional defensor de los principios liberales. En agosto de 1971 congeló precios y salarios, al mismo tiempo que incrementaba sideralmente el déficit fiscal. Ciertos periodistas denominaron “economía esquizofrénica” al conjunto de medidas de Nixon, que iban desde un control de precios rígido a exhortos públicos para que los particulares no los suban, para pasar a nuevos controles autoritarios. En conjunto, estas medidas fueron muy perjudiciales. Las expectativas inflacionarias no se desvanecieron, más bien parecieron incrementarse. Los comerciantes y el público, en general, interpretaron que los precios subirían nuevamente al suspenderse los controles y no se equivocaron.
Como si fuera poco, se produjo el aumento de los precios del petróleo, en 1973. Los precios treparon aún más. Se profundizó la divergencia entre los precios reales del resto del mundo y los controles de precios de Estados Unidos.
A este problema interno debe agregársele el problema que imponía la estanflación estadounidense a la economía mundial. A Principios de los 70” la alta liquidez en dólares de los mercados mundiales - en especial los eurodólares, es decir, dólares excedentes de las economías europeas y de la balanza comercial desfavorable contra Estados Unidos, de los países europeos, colocados, en primer término, en bancos europeos, y luego recolocados en Estados Unidos, junto a los excedentes de los países exportadores de petróleo- más la inflación norteamericana “ exportada” a Europa, llevó a un juego especulativo contra la divisa yanqui. A medida que, a lo largo de la década de 1960, había empeorado la situación de la balanza comercial estadounidense, sostener la paridad de las monedas europeas con el dólar resultó ser cada vez más dificultosa. Esto era un preanuncio de las dificultades del dólar para mantener su paridad, justificar el déficit fiscal y comercial y continuar siendo el gendarme mundial. El dólar ya no era “creíble” para los mercados globales.
Por esta suma de condiciones adversas, el presidente Nixon decidió unilateralmente abandonar la convertibilidad oro/ dólar. Un acto netamente confiscatorio para aquellos detentadores extranjeros de divisas norteamericanas, quienes ya no podrían intercambiarlas por oro. El asunto es que, debido a la emisión constante de moneda a lo largo de los 60”, había más dólares circulando por el mundo que las reservas en oro de la Reserva Federal. Si los europeos, japoneses y jeques árabes hubieran querido intercambiar al mismo tiempo sus dólares por oro, la Reserva Federal hubiera sido insolvente.
Esta “heterodoxa” medida se tomó el 15 de agosto de 1971, junto con otras que no lo eran menos, sobre todo desde la habitual ortodoxia económica de los republicanos. Las importaciones fueron gravadas temporalmente por un impuesto extraordinario del 10 % y se pedía al FMI propuestas concretas para salir de la crisis, estableciendo un nuevo sistema monetario internacional. Se consumaba así la liquidación del sistema monetario de postguerra. Mantener el nivel de demanda de un país rico, y al mismo tiempo, la hegemonía – supuestamente- equilibrada del sistema monetario internacional llevó a los Estados Unidos a la crisis.
La derecha conservadora achacó todos los males a las políticas de corte keynesiano llevadas adelante a partir del New Deal como responsables absolutas de los desequilibrios. En los círculos académicos, los otrora predominantes economistas keynesianos comenzaron a ser llamados los “inflacionistas”. Los partidarios de la estricta ortodoxia económica neoclásica fueron ganando más terreno. La etapa del capitalismo regulado por el Estado, de las políticas inclusivas para garantizar la demanda, parecía haber llegado a su fin. Los empíricos y relativamente sencillos mecanismos de regulación estatal de la economía, implementados desde Roosevelt y teorizados por Keynes, parecían haber creado esta nueva crisis. Durante los lustros de hegemonía keynesiana se había postulado el fin de las crisis, o al menos de las crisis de gran envergadura. Estas quedarían para el estudio de la historiografía económica, ya que contando con los mecanismos reguladores no se producirían nuevas crisis. El asunto principal era que la teoría sostenía que durante los períodos de auge el Estado debía recortar gastos y ahorrar. Dada la naturaleza del sistema económico esto no pudo realizarse, lo que tiende a demostrar que las políticas keynesianas no eran “la” respuesta a las crisis y que la Economía- Mundo capitalista en sí conlleva el germen de las crisis (Altamira, Jorge, Más allá del colapso capitalista, artículo publicado en Aporrea, 18-09-2008). Claro está que esta interpretación nunca fue aceptada por los sectores hegemónicos, que consideraron a la intervención estatal, a las regulaciones, al gasto estatal en asistencia social como los responsables directos de la crisis y que la vuelta a los patrones de libre mercado “sin interferencias” sanearían la economía y se entraría en una etapa sostenida de auge, tras una breve recesión, que sanearía la economía, eliminando capitales poco competitivos. Los acontecimientos posteriores demostrarían lo infundado de estas predicciones. La salida de la crisis no fue completa, las condiciones de vida de centenares de millones de personas empeoraron, la tendencia – propia del capitalismo- a la concentración regresiva del ingreso no hizo más que acelerarse y profundizarse. La sobreinversión y la sobreproducción continuaron y las ganancias que no generaba la producción se obtendrían de la especulación financiera, lo que tornó al sistema más proclive a las crisis aún.
2.4 Los años previos a Reagan
El término estanflación no era contemplado como tal en el vocabulario económico neoclásico. Para la teoría económica tradicional (ortodoxa y heterodoxa) la combinación de una alta inflación con recesión y altas tasas de desempleo era prácticamente imposible. Si el desempleo resulta de la recesión, que llevará a la caída de la demanda, obligatoriamente el punto de equilibrio de los precios ha de bajar por reducción de cantidades demandadas. Pero hoy se sabe que ese confuso y persistente estado de estanflación o estagflación es consecuencia directa del “recalentamiento” de la economía y significa que existe un exceso de demanda (con el dinero para sostenerla, ó sea, no mera demanda potencial) por sobre la oferta.
La baja de la productividad no sólo indica un retroceso de la creación de “riqueza interna” (que conlleva la disminución de las posibilidades de repartirla, esto es, menor número de bienes para mayor número de personas que los demandan) sino que la misma economía norteamericana perdió competitividad frente a las de Japón, Alemania, Suiza y otros países desarrollados. Pero lo peor es que esta pérdida de competitividad debilitó la posición relativa del comercio estadounidense con respecto a los bienes producidos en los otros países desarrollados, por lo que se produjo un desbalance de la balanza comercial. Estados Unidos compraba más – y más barato que lo producido internamente- y le costaba mucho vender en el exterior. Este déficit comercial, al tornarse recurrente obligó al Estado a endeudarse para lograr el equilibrio en la balanza de pagos. Esto, unido al desorbitante incremento del gasto público, producto de la Guerra de Vietnam, profundizó las tendencias inflacionarias y recesivas.
La caída tendencial de la productividad, de largo plazo, muestra un signo inequívoco de la crisis. Ciertos sectores, como la construcción registraron valores negativos ya desde 1966 (Pozzi y Nigra, obra citada, Imago Mundi, 2003); y también la manufactura industrial que fue cayendo en la década de crisis a un ritmo constante y creciente.
La recesión quizás sea la consecuencia acumulada de un conjunto de factores que contribuyeron a desatarla, mas no es probable que hayan sido sus desencadenantes. El incremento de los precios del crudo determinado por la OPEP, en 1973, no produjo en sí el desbarajuste que le atribuyeron los medios masivos de comunicación, ya que el precio de los hidrocarburos se había mantenido e, incluso, había bajado en todo el período de postguerra. Este incremento del costo de la energía se dio mucho después de que hubiera comenzado el proceso de pérdida de competitividad y deterioro económico. Sería esta una medida coyuntural, que agravó en sí la crisis, mas no fue su causa.
Los sectores más conservadores volcaron sus ataques al intervencionismo estatal, al excesivo gasto público. En opinión de estos sectores y de gran parte de la prensa la critica situación se debía a las regulaciones que enturbiaban los mecanismos auto regulatorios de mercado, el alto nivel impositivo, la seguridad social, la legislación ambiental, pero callaban sobre el excesivo gasto militar y las exenciones impositivas a las grandes empresas. Es más, ellos achacaban a viva voz que la supuesta presión impositiva sobre las corporaciones (tendiente a redistribuir la riqueza) había desalentado la inversión. Autores ya citados (Weisskopf, Bowles y Gordon, obra citada, Alianza, Madrid, 1989) afirman que, lejos de incrementarse, el tipo medio del impuesto sobre los beneficios de las sociedades fue, por cierto, más bajo entre 1967 y 1979 que entre 1948 y 1966.
El incremento de los costos salariales, la excesiva regulación estatal de los mercados, pueden, en cierta medida haber contribuido al desarrollo de la crisis (en algunos sectores productivos más que en otros), pero no fueron en sí sus desencadenantes.
Nixon fue reelegido en noviembre de 1972 con un amplio margen de votos. Había prometido – de boca de su hipócrita jefe de estado, Kissinger- la cercanía del cese de hostilidades en Vietnam; la masiva inyección de dólares a una economía que evidenciaba severos problemas; y la política de distensión con el bloque comunista, siendo Nixon el primer presidente norteamericano que viajara a Pekín.
Pero, pese a las promesas de campaña, la realidad política era bien distinta. El acuerdo de paz no fue aceptado por el ya victorioso Vietcong. En respuesta, Nixon ordenó dos semanas de brutales bombardeos sobre Hanoi y Haifong. Lo que se buscaba era obligar al Vietnam comunista a entrar en negociaciones y posibilitar el retiro “honroso” de los Estados Unidos del conflicto, sin tener que cargar con la responsabilidad de la derrota.
La creciente manipulación del poder de Nixon llevó a su caída. Lograr la reelección había justificado cualquier tipo de acto o de decisión política. Había formado un todopoderoso conjunto de asesores, que actuaba por encima de sus propios ministros, y que estaba dirigido por un hombre de su máxima confianza, John Erlichman. No sólo ignoraba al Legislativo (donde los republicanos estaban en minoría) con los vetos presidenciales, sino también negándose a aplicar las leyes de gastos aprobadas en contra de su veto.
En la primavera de 1973 comenzó una investigación judicial sobre el rol del vicepresidente, acusado de recibir sobornos. Agnew debió renunciar y Nixon nombró en su reemplazo a Gerald R. Ford. El affaire Watergate no es más que
la confirmación clara de las maniobras deshonestas realizadas por el comité de campaña de Nixon para lograr la reelección. Era un acto de espionaje realizado por hombres del presidente en el hotel Watergate, que los demócratas utilizaban como cuartel de operaciones en vísperas del acto eleccionario. El presidente y sus hombres intentaron, por todos los medios, de entorpecer la investigación. Pero, lentamente, a lo largo de todo 1973, fue demostrándose la participación de los subordinados de Nixon, en una cadena de responsabilidades que conducía directamente a él.
El presidente republicano intentó resistir en su puesto lo más posible. Finalmente, le informaron que el grueso de los legisladores, aún muchos de su partido, votarían en contra suyo en un juicio político. Debido a ello presentó su renuncia, el 9 de agosto de 1974. Ford accedió a la presidencia con la rara condición de haber sido designado por el presidente saliente y no elegido por el voto popular.
El nuevo mandatario se esforzó vehementemente por obtener el indulto de Nixon por sus delitos, pese a nuevas investigaciones que demostraban la asignación excesiva y secreta de fondos públicos para la CIA y el FBI, para tareas de “inteligencia”. Específicamente, el triple de los fondos asignados por el Congreso.
A nivel económico prosiguió el proceso estanflacionario, sin que se tomaran medidas significativas para frenarlo. La prolongación de este clima de recesión, desempleo creciente e inflación cumplió su objetivo de disciplinar a los trabajadores norteamericanos para adaptarlos al brutal ajuste que sobrevendría con la era Reagan.
El modelo de acumulación de postguerra se había erosionado definitivamente. La pérdida de competitividad internacional se había visto favorecida por el rol de “gendarme del mundo libre” y los consiguientes gastos militares habían contribuido a ello. Pero el presupuesto militar no se convirtió en motivo de las quejas del capital más concentrado. El centro de su prédica crítica la constituía la supuesta “indisciplina” de los trabajadores. La expansión económica producida hasta principios de la década de 1970 había conducido al sector obrero a aumentar sus reivindicaciones (el seguro de desempleo y la relativa facilidad para conseguir trabajo, sumado a los salarios mínimos y crecientes) y la recesión de esta década de crisis busco “poner en caja” a los trabajadores. Las empresas invirtieron enormes sumas de dinero en consultoras especializadas en quebrar sindicatos, o amenazaron a los trabajadores con el cierre si no aceptaban nuevas condiciones que reducían o directamente empeoraban las condiciones laborales o salariales.
El desempleo comenzó a incrementarse a comienzos de 1974, cuando se iniciaba otro ciclo recesivo, que las medidas de la administración Ford no hicieron sino propiciar. Produjo un gran ajuste en el gasto público, destinado a crear un superávit fiscal. A todo esto se sumó el incremento en los gastos de la energía, que privó a la economía de 2.600 millones de dólares adicionales de poder adquisitivo. Ambos elementos condujeron a la peor recesión de postguerra. La producción disminuyó considerablemente y la tasa de desempleo llegaría al 8.2% a comienzos de 1975. Pero esta recesión no condujo a los resultados esperados. Si se buscaba una nueva zona de equilibrio entre la oferta agregada y la demanda agregada, la consecuencia de la recesión de los años de la presidencia de Ford, que alcanzó su punto más álgido en 1975, implicó una fuerte disminución de los precios mayor que la baja de los salarios y aquellos trabajadores que conservaron sus empleos vieron aumentar la tasa de crecimiento de los salarios reales.
Desde entonces, la represión económico- política a las clases trabajadoras se convirtió en el Leith motive de la clase dominante y trascendió los límites de los partidos políticos. Esta represión y disciplinamiento forzoso fue llevado a cabo tanto por las sucesivas gestiones republicanas como por las demócratas. La década de los 70” es de contracción y represión no importa que partido ocupara el Ejecutivo. Parece que el objetivo conjunto de todos ellos hubiera sido sólo uno: disciplinar ejemplarmente a la fuerza de trabajo. El 8.5 % de desempleo implicaba que, en realidad 7.800.0000 personas no tenían ninguna fuente de ingresos o que 24 millones de personas vivían por debajo de la línea de pobreza. Al desempleo se le sumó la sistemática represión de huelgas y protestas (la brutal represión de la huelga de los controladores aéreos y sus represalias, al comienza de la era Reagan, sólo fueron un indicio de que se acentuaría aún más la sistemática represión de los trabajadores, iniciada casi diez años antes). A esto hay que agregar la reducción de los niveles salariales reales, los aumentos de productividad (que implicaban una extensión de la jornada laboral y un empeoramiento de las condiciones laborales). En fin, una guerra frontal a la clase trabajadora, para aumentar la tasa de ganancia en el corto plazo sin programar las consecuencias posteriores (Pozzi, y Nigra, obra citada, Imago Mundi, 2003).
2.5. La Era Reagan
El designado presidente Ford dejó la presidencia al candidato demócrata Jimmy Carter (hoy día abogado honoris causa por los derechos humanos, a pesar de haber afirmado, a poco de acceder al poder que “Argentina ha retornado a la buena senda”, refiriéndose al nefasto y criminal Proceso de Reorganización Nacional, cuyas manifiestas violaciones a los derechos humanos conocía sobremanera). La nota dominante de su pobre gestión fueron los constantes problemas económicos. Si bien debió afrontar también graves crisis en política exterior. Entre los más destacables la revolución sandinista en Nicaragua, la revolución fundamentalista musulmana chiíta en Irán, la invasión soviética a Afganistán. La forma de encarar estos conflictos fue presentada por los medios como demasiado blanda, débil y la popularidad del partido demócrata se eclipsó, preparando el camino para doce años de nefastas gestiones republicanas.
En el plano interno, Carter se esforzó por conseguir un abaratamiento de la energía, pero debió afrontar un nuevo incremento de los precios petroleros en 1979. El llamado Plan de la Energía procuró establecer sistemáticos controles a la producción y distribución de energía, sin conseguir sus objetivos. Estas medidas intervencionistas, junto con la prohibición del uso del asbesto como aislante en la construcción (agente probadamente cancerígeno, cuyos nocivos efectos para la salud se conocían desde lo años 50”) se convirtieron en el blanco de ataques de los republicanos y de la prensa. Un presidente blando, endeble en el exterior, excesivamente intervencionista y opositor al progreso tecnológico (los medios lo acusaron de querer prohibir todo subproducto del progreso tecnológico, en virtud de que podría ser cancerígeno…, curiosamente esos mismos medios masivos hoy manifiestan preocuparse por la cuestión de los gases de efecto invernadero y el cambio climático, la deforestación, al mismo tiempo que aceptan publicitar las cuatro por cuatro, vehículos altamente productores de dióxido de carbono…).
El plan no dio ningún resultado, no sólo no bajaron los precios de los combustibles, sino que se incrementaron todos los precios de la canasta alimentaria, los transportes, la vivienda, mientras que el índice de precios al consumidor se duplicó entre 1967 y 1978. Los precios de los automotores también se dispararon, lo que unido al incremento de los precios del combustible llevó a toda una serie de profecías (pseudo) científicas y periodísticas sobre el inminente agotamiento de los hidrocarburos. Toda una zaga de distopías hollywoodenses explotaron estos infundados temores (Mad Max, Escape de New York, etc.etc.). Es curioso que en todos los periodos de crisis pululen las creencias escatológicas de todo tipo. El resurgimiento virulento del fundamentalismo cristiano protestante, y su visión de que todos estos males eran expresión de la cólera divina y de la inminencia de un merecido castigo final son un claro ejemplo. También hubo escatologías laicas que preconizaban futuros nefastos, un mundo superpoblado, sin combustibles, anárquico, etc.
Todos estos factores parecían reclamar un cambio de rumbo, que lejos de serlo, representaría una acentuación del ajuste, de la represión y de las tendencias estructurales que acentuaban la predisposición a las crisis. La Era de Reagan daba comienzo, al asumir el ex mal actor la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 1981.
Las causas que habían originado este perverso ciclo de estanflación, por medio del cual, en medio de la recesión, los precios se modificaron menos que los salarios, podrían coincidir en la confluencia de la creciente competencia internacional y su cada vez mayor penetración en el mercado interno norteamericano, la mayor coincidencia del ciclo recesivo a nivel mundial y al escaso efecto depresor del paro sobre los salarios, al ser amortiguado por los seguros de desempleo y los gastos públicos en asistencia social. Pero, finalmente, los salarios reales bajaron. Al concluir la perniciosa década de los 70” la participación de la remuneración de los obreros en el beneficio de las empresas no agrarias se redujo significativamente. Por otro lado, la tasa de ahorro tendió a descender, dado, que, de manera aparentemente contradictoria, los agentes económicos, con el objetivo de “ganarle” a la inflación, adelantaban el consumo. La consecuencia negativa de esta carrera – perdida, obviamente, por los asalariados- fue el alto nivel de endeudamiento al que crecientemente se vieron sometidos la gran mayoría de los consumidores, y esta tendencia no haría sino acentuarse en el tiempo.
Las consecuencias de la represión a los “indisciplinados” trabajadores y a sus sindicatos no fue la esperada por el Estado y por los sectores dominantes. Esto se debió a que, finalmente, se retrajo también el consumo y las empresas comenzaron a tener capacidad ociosa. Por lo cual, el nivel de inversión tendió a la baja y los incentivos para nuevas inversiones fueron desapareciendo. Estos hechos repercutieron en la Bolsa, cayendo las acciones de las empresas a niveles bajísimos, a fines de los 70”. Al descender el precio de las acciones, muchos prefirieron comprarlas, esperando su posterior valorización. Obviamente es menos riesgoso especular que invertir y producir….
Por si fuera poco, las presiones inflacionarias aún persistían, pues la base monetaria continuaba expandiéndose. Este conjunto de factores contribuye a disipar la aparente contradicción entre recesión e inflación, típica del ciclo estanflacionario, al que la era reaganiana procuraría ponerle fin brutalmente.
Los objetivos del nuevo mandatario eran, fundamentalmente, revertir la crisis, y detener el deterioro del poderío militar norteamericano. Afirmando que las medidas anticíclicas de corte keynesiano no sólo no mejoraban la crisis, sino que tendían a agravarla (la oferta monetaria alta para estimular la inversión creaba cada vez más inflación y acentuaba la recesión), se dispuso a realizar un viraje de 90 º en política económica; pero, como ya se dijo, es la acentuación de acciones desarrolladas previamente por sus antecesores de los dos partidos dominantes. La oferta monetaria se convirtió en la principal variable de ajuste de la nueva gestión.
La presidencia de Reagan empezó con mayoría republicana en el Congreso y contó con la indulgencia de la oposición demócrata, aún para las medidas más impopulares. El nuevo mandatario – al igual que su homóloga en el Reino Unido, Margaret Tatcher- se creyó llamado a iniciar una nueva era. La llamada Reacción Conservadora de los años 80”. Por lo pronto, Reagan comenzó a deconstruir uno a uno los elementos del New Deal. Propuso y logró llevar adelante masivos recortes en programas sociales, a la par que incrementaba los gastos en el sector de Defensa. También incrementó la intervención militar norteamericana en el exterior, como en Nicaragua, El Salvador, Grenada, Panamá, guerras de “baja intensidad”, como se las llamaba y que frenarían un supuesto avance del comunismo.
Ya antes de la asunción de Reagan, Paul Volcker, había asumido el control de la Reserva Federal. Desde 1979 venía llevando a cabo un recorte cada vez más sustancial de la oferta monetaria. Era de público conocimiento la adherencia de este personaje a los postulados del monetarismo cuyos principales principios estaba poniendo en práctica. Llegó a declarar en el New York Times: “el nivel de vida del americano medio tiene que descender. No creo que podamos evitarlo.” (En Edición del The New York Times, del 18 de octubre de 1979, citado por Pozzi y Nigra, en obra citada, Imago Mundi, 2003). Por estos medios de restricción de oferta de dinero, la Reserva Federal pretendió y finalmente consiguió elevar las tasas de interés (postulados netamente opuestos a los keynesianos y que tendían a “enfriar” la economía, acentuando, obviamente, la recesión y el desempleo y perjudicando visiblemente a los sectores medios endeudados). La Reserva Federal incrementó las tasas de redescuento (es decir, el interés con que prestaba dinero a los bancos privados) a un alto piso del 12%. Las tasas de interés fueron creciendo progresivamente, lo que tendió aún más a desalentar la inversión y a fomentar la especulación. La significativa y creciente restricción de la oferta de dinero perseguía como objetivo central atacar de lleno a la escalada inflacionaria que no había hecho más que incrementarse a lo largo de toda la década anterior.
Las políticas económicas de Reagan fueron una combinación de los postulados de las corrientes monetarista y ofertista. Obviamente, había coincidencias casi totales entre el presidente de los Estados Unidos y el presidente de su Reserva Federal. El plan de gobierno de la nueva administración se proponía el relanzamiento de Estados Unidos al rol de gendarme mundial, gracias a una profunda reestructuración económica, desandando los casi cincuenta años de New Deal, para volver a creer en el potencial de crecimiento de los mercados autorregulados. Para esto, básicamente, se proponía:
• Reducir drásticamente la inflación, fundamentalmente para reducir los costos empresarios y fomentar la inversión.
• Restaurar el crecimiento económico
• Aumentar el gasto en defensa, para relanzar a Estados Unidos como primera potencia mundial.
• Incrementar la “libertad de los individuos de asumir riesgos” al disminuir la intervención del Estado en las actividades económicas y restringiendo al mínimo las regulaciones.
• Esta generalizada desregulación debería extenderse al conjunto de actividades productivas y financieras ( es notorio que las subvenciones a los agricultores nunca fueron levantadas, pese a la retórica de libre mercado y libre comercio, y a que estas regulaciones incluían incentivos para no producir y evitar un descenso en el precio de los productos, sumado a las onerosas ventajas para tornar la producción nacional competitiva contra las importaciones extranjeras, sobre todo de los países del llamado Tercer Mundo) y se proponía realizar recortes sustantivos en los gastos de asistencia social.
Sumado a la política de restricción de la oferta monetaria llevada a cabo por la Reserva Federal, el gobierno implementó una enorme reducción impositiva para los sectores empresarios, ya que, supuestamente, la alta presión fiscal actuaba como un desestímulo de la inversión. Ya vimos que la citada presión impositiva no era tal y que las corporaciones pagaban menos en los Estados Unidos que en otras economías centrales.
Pese a su contradictoria política de reducciones de impuestos e incrementos sustanciales en el gasto militar, Reagan insistió en que lograría equilibrar el presupuesto público. La lógica liberal decía que, para frenar la inflación, la carga impositiva debía recaer principalmente sobre los asalariados, quienes destinaban el grueso de sus ingresos al consumo. Sí, por el contrario, se aliviaba la presión impositiva sobre los ricos, esto no aumentaría la demanda – y por ende, los precios-, ya que estos sectores volcarían estos ingresos excedentarios a la inversión, incrementando la oferta de bienes y servicios. Era sobre esta última sobre la que debía actuarse y no sobre la demanda (al revés de los postulados keynesianos), que es ilimitada, permanente y, por otro lado, siempre acompañará el crecimiento de la oferta.
Estos son los postulados básicos del ofertismo, que sumadas a las políticas restrictivas de corte monetarista de la Reserva Federal, fueron la base de la tan mentada Reacción Conservadora de los 80”; llevada a cabo, en simultáneo por Reagan y Tatcher.
Sin embargo, pese a las restricciones de impuestos, la tasa de inversión no crecía, al menos no significativamente. Se atribuyó esto último a la presencia del Estado, se insistió en que más regulaciones debían ser derogadas. Conforme a la clásica visión liberal, el rol del Estado debería reducirse al mínimo. Tal como había propuesto Adam Smith, el Estado debía asegurar un orden jurídico, salud, educación, obras de infraestructura que no fueran atractivas para el capital privado y defensa. Ese último eje constituyó el punto fundamental del estado conservador- reaccionario de Reagan, olvidando las expresiones del mismo Smith, quien afirmaba que ningún país puede ser rico mientras la mayoría de sus habitantes son pobres…
De esta manera, comenzó un proceso de “retirada general” del Estado en la gran mayoría de los ámbitos de la economía norteamericana. Obviamente, esto no incluyó al sector de industria militar, ligado al sector de defensa, donde el intervencionismo estatal siguió creciendo, para beneficio de las empresas del llamado complejo industrial- militar, ligadas por ventajosos contratos y con una creciente demanda por parte del Pentágono.
Brenner sostiene que: “desde 1979- 1980, los países capitalistas avanzados llevaron a cabo una reducción sin precedentes del crecimiento del crédito, mientras simultáneamente se comprometieron a un programa de largo plazo para reducir gastos estatales con la idea de reducir los déficits fiscales” (Brenner, Robert: “Turbulencias en la Economía Global. Un reporte especial de la economía global, LOM, Encuentro XXI, Santiago de Chile, 1999.). Esta serie de medidas se conoce como Consenso de Washington. Se postulaba la generalización de la apertura económica y de las reformas estatales, la multiplicación de los procesos de privatización y desregulación, y la declarada confianza en el libre juego de los mercados.
Pero el déficit fiscal seguía creciendo, pese a los recortes presupuestarios en asistencia social. La baja en la recaudación y los crecientes gastos en defensa impulsaban un alza constante del déficit.
Puede verse en Reagan al más intervencionista – en los asuntos económicos- de los presidentes norteamericanos. Su política puede verse claramente como un keynesianismo invertido. En vez de incrementar el gasto público para sostener la demanda, lo aumentó sideralmente en el sector de defensa para sostener la tasa de ganancia de las empresas ligadas al Pentágono, el denominado complejo industrial- militar. Decidió atacar a la escalada inflacionaria de la forma más brutal, reduciendo drásticamente la demanda, al disminuir los ingresos de los asalariados, dándoles un escarmiento ejemplar. Ya sus antecesores – de cualquiera de los dos partidos dominantes- habían emprendido la ofensiva contra la clase trabajadora y la alta inflación, unida al creciente desempleo, había desmoralizado, había hecho entrar en pánico a los trabajadores, desmovilizándolos. La forma en que Reagan abordó la huelga de los controladores de vuelos (negándose a reconocer sus demandas, mostrándose intransigente, y finalmente expulsando a los líderes de la huelga y colocándolos en una lista negra para que nunca vuelvan a ser contratados en el Estado) al comienzo de su gestión era un manifiesto de lo que sería su política de tolerancia O y represión sistemática de huelgas, sindicatos y cualquier forma de resistencia obrera. Puede decirse que logró llevar a cabo el disciplinamiento máximo de los trabajadores, que había iniciado Nixon, y continuado Ford y Carter. Esta presidencia decidió no regular precios, normas de producción, ni salarios, ni establecer controles ambientales o sanitarios (es notorio que, al igual que las posteriores gestiones republicanas tuvieran una actitud “benévola” hacia las tabacaleras y poco o nada hicieran para disminuir la publicidad de cigarrillos, mientras asumían una defensa incondicional de las grandes empresas farmacéuticas contra los laboratorios menores, productores de medicamentos genéricos). Pero si fue netamente intervencionista para restablecer la tasa de ganancia, buscando garantizar nuevas condiciones positivas a las empresas y a los bancos y para permitir a la clase capitalista norteamericana en su conjunto extraer más plusvalía absoluta de sus trabajadores. De ahí en más se conviviría con relativamente altos niveles de desempleo, lo que también impulsaría a la baja a los salarios y las condiciones laborales. Tanto al interior de Estados Unidos como en el exterior se convirtió en un ferviente intervencionista a favor del capital más concentrado. Su política exterior fue activa y beligerante y buscó por todos los medios la defensa de los intereses de las corporaciones multinacionales estadounidenses.
Pecando de reiterativos, es menester destacar el perverso rol jugado por los medios masivos de comunicación, que, lejos de informar objetivamente, prestaron su apoyo a esta ofensiva conservadora. Desde los medios y también a nivel académico, se justificaban las medidas como un mal necesario, un sufrimiento pasajero que permitiría crecer nuevamente y generar más riqueza. Se culpaba al “socialismo” del New Deal de todos los desbarajustes, se había intentado redistribuir la riqueza sin preocuparse por generarla. Ahora de lo que había que ocuparse era de que se produzca esta riqueza y que de los bolsillos de los capitalistas se derrame al conjunto de la sociedad. “Es la única solución posible” enfatizaba Tatcher, sus medidas serían impopulares y lesionarían los intereses de la clase trabajadora, de los pequeños empresarios y de las clases medias británicas, pero no había otro camino…. Es curioso notar que ya Engels en su ensayo la situación de la clase obrera en Gran Bretaña (1843) y Marx en los Manuscritos de 1844 (antes de empezar a escribir El Capital y, por cierto, antes de empezar a estudiar activamente economía) expresaron lo erróneo de lo que ciento cuarenta años después se llamaría teoría del Derrame:
“ 1) Si la riqueza de la sociedad está en descenso, el obrero sufre más que nadie, pues aunque la clase obrera no puede ganar tanto como la de los propietarios en una situación social próspera, aucune ne souffre aussi cruellement de son déclin que la classe des ouvriers. (Ninguna sufre tanto con su decadencia como la clase obrera, Smith, II, 162).
III), 2) Tomemos ahora una sociedad en la que la riqueza aumenta. Esta situación es la única propicia para el obrero. Aquí aparece la competencia entre capitalistas la demanda de obreros excede a la oferta, pero:
En primer lugar, el alza de los salarios conduce a un exceso de trabajo de los obreros. Cuanto más quieren ganar, tanto más de su tiempo deben sacrificar y, enajenándose de toda libertad, han de realizar, en aras de la codicia, un trabajo de esclavos. Con ello acortan su vida. Este acortamiento en la duración de su vida es una circunstancia favorable para la clase obrera en su conjunto, porque con él se hace necesaria una nueva oferta. Esta clase ha de sacrificar continuamente a una parte de si misma para no perecer por completo.
Además, ¿cuándo se encuentra una sociedad en vías de enriquecimiento progresivo? Con el aumento de los capitales y las rentas de un país. Esto, sin embargo, sólo es posible: a) porque se ha acumulado mucho trabajo, pues el capital es trabajo acumulado; es decir, porque se ha ido arrebatando al obrero una cantidad creciente de su producto, porque su propio trabajo se le enfrenta en medida creciente como propiedad ajena, y los medios de su existencia y de su actividad se concentran cada vez más en mano del capitalista; b) la acumulación del capital aumenta la división del trabajo y la división del trabajo el número de obreros; y viceversa, el número de obreros aumenta la división del trabajo, así como la división del trabajo aumenta la acumulación de capitales. Con esta división del trabajo, de una parte, y con la acumulación de capitales, de la otra, el obrero se hace cada vez más dependiente exclusivamente del trabajo, y de un trabajo muy determinado, unilateral y maquinal. Y así, del mismo modo que se ve rebajado en lo espiritual y en lo corporal a la condición de máquina, y de hombre queda reducido a una actividad abstracta y un vientre. Se va haciendo cada vez más dependiente de todas las fluctuaciones del precio de mercado, del empleo de los capitales y del humor de los ricos. Igualmente, el crecimiento de la clase de hombres que no tienen (IV) más que su trabajo agudiza la competencia entre los obreros, por tanto, rebaja su precio. En el sistema fabril esta situación de los obreros alcanza su punto culminante.
c) En una sociedad cuya prosperidad crece, sólo los más ricos pueden aún vivir del interés del dinero. Todos los demás están obligados, o bien a emprender un negocio con su capital, o bien a lanzarlo al comercio. Con esto se hace también mayor la competencia entre los capitales. La concentración de capitales se hace mayor, los capitalistas grandes arruinan a los pequeños y una fracción de los antiguos capitalistas se hunde en la clase de los obreros, que por obra de esta aportación padece de nuevo la depresión del salario y cae en una dependencia aún mayor de los pocos grandes capitalistas; al disminuir el número de capitalistas, desaparece casi su competencia respecto de los obreros, y como el número de éstos se ha multiplicado, la competencia entre ellos se hace tanto mayor, más antinatural y más violenta. Una parte de la clase obrera cae con ello en la mendicidad o la inanición tan necesariamente como una parte de los capitalistas medios cae en la clase obrera.
Así, pues, incluso en la situación social más favorable para el obrero la consecuencia necesaria para éste es exceso de trabajo y muerte prematura, degradación a la condición de máquina, de esclavo del capital que se acumula peligrosamente frente a él, renovada competencia, muerte por inanición o mendicidad de una parte de los obreros.
(V) El alza de salarios despierta en el obrero el ansia de enriquecimiento propia del capitalista que él, sin embargo, sólo mediante el sacrificio de su cuerpo y de su espíritu puede saciar. El alza de salarios presupone la acumulación de capital y la acarrea; enfrenta, pues, el producto del trabajo y el obrero, haciéndolos cada vez más extraños el uno al otro. Del mismo modo, la división del trabajo hace al obrero cada vez más unilateral y más dependiente, pues acarrea consigo la competencia no sólo de los hombres, sino también de las máquinas. Como el obrero ha sido degradado a la condición de máquina, la máquina puede oponérsele como competidor. Finalmente, como la acumulación de capitales aumenta la cantidad de industria, es decir, de obreros, mediante esta acumulación la misma cantidad de industria trae consigo una mayor cantidad de obra hecha que se convierte en superproducción y termina, o bien por dejar sin trabajo a una gran parte de los trabajadores, o bien por reducir su salario al más lamentable mínimo. Estas son las consecuencias de una situación social que es la más favorable para el obrero, la de la riqueza creciente y progresiva.
Por último, sin embargo, esta situación ascendente ha de alcanzar alguna vez su punto culminante. ¿Cuál es entonces la situación del obrero?
3) «Los salarios y los beneficios del capital serán probablemente muy bajos en un país que haya alcanzado el último grado posible de su riqueza. La competencia entre los obreros para conseguir ocupación seria tan grande que los salarios quedarían reducidos a lo necesario para el mantenimiento del mismo número de obreros y si el país estuviese ya suficientemente poblado este número no podrá aumentarse». El exceso debería morir.
Luego, en una situación declinante de la sociedad, miseria progresiva; en una situación floreciente, miseria complicada, y en una situación en plenitud, miseria estacionaria.
Y como quiera que, según Smith, no es feliz una sociedad en donde la mayoría sufre, que el más próspero estado de la sociedad conduce a este sufrimiento de la mayoría, y como la Economía Política (en general la Sociedad del interés privado) conduce a este estado de suma prosperidad, la finalidad de la Economía Política es, evidentemente, la infelicidad de la sociedad.” (Marx, Karl, Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844, Fragmentos del Prólogo, ediciones varias).
Esta extensa cita sirve para aclarar lo desatinado del “efecto derrame”, tan prodigado por los medios de comunicación y políticos de derecha y de izquierda... “Primero hay que producir, hay que generar riqueza”… y luego veremos como se redistribuirá. “No puede haber redistribución sin generación de riqueza…. “
En síntesis, las medidas de Reagan y de Tatcher no eran las únicas posibles, ó al menos sólo lo eran para privilegiar la acumulación del capital más concentrado – cuyo carácter especulativo, parasitario, no hará sino profundizarse a partir de entonces-, en desmedro del resto de la sociedad.
Por el contrario de lo que afirmaba el discurso ortodoxo neoliberal dominante, Reagan no dejó de intervenir en la economía. Lo que sí procuró fue cambiar el rol del Estado, aumentando su carácter intervencionista, para paliar y resolver la crisis. La conjunción de todas sus acciones (incremento del gasto en defensa de la mano de la reconversión estructural, vía desregulación, retirada del Estado de la economía civil, baja de impuestos a los sectores de mayores ingresos, etc.) fueron inicialmente favorables, para reconstituir la tasa de ganancia.
La recuperación económica de 1983-1984 fue anunciada como el fin de la larga década de crisis y el retorno a los niveles de crecimiento y prosperidad anteriores. Pero el mentado éxito económico tuvo perversos efectos. Las familias de bajos ingresos habían perdido 23 mil millones de dólares en salarios y beneficios sociales, mientras que las de más altos ingresos vieron incrementarlos en más de 35 mil millones de dólares (datos de la Oficina de Presupuesto del Congreso de los Estados Unidos, publicados por The New York Times, 18 de septiembre de 1984, página 6. Citado por Pozzi, Pablo y Nigra Fabio: De La Postguerra a la Crisis. La reestructuración Económica del Capitalismo Estadounidense, 1970- 1995, En Pozzi Pablo y Nigra, Fabio (compiladores) Huellas Imperiales, Historia de los Estados Unidos de América, 1929- 2000, Imago Mundi, 2003). Si bien los salarios de los trabajadores se mantuvieron por debajo de la inflación, aumentando a un promedio anual de 3%, los salarios de los altos ejecutivos de las corporaciones aumentaron un 40% entre 1980 y 1984, pasando a ganar estos un promedio de 775.000 dólares al año (Ídem).
Estas tendencias regresivas en la distribución del Ingreso apuntan a un modelo de acumulación basado en un sobreconsumo particular; ó sea, se pretendía dinamizar la economía sobre la base de la demanda generada por los sectores de mayores ingresos. Un ejemplo de esto parece ser el transitorio reflote de la venta de automóviles de lujo, a comienzos de los 80”, que causó la breve recuperación de la industria automotriz de Detroit. Pero, la recuperación económica fue ilusoria y, por fuerza, muy breve. Al generarse una producción destinada a los sectores de más altos ingresos, la necesidad de mano de obra necesariamente se reduce (por incorporación de tecnología de punta y por el menor volumen de producción necesario para satisfacer tan limitada y exquisita demanda). La rentabilidad en el mediano plazo ha de reducirse, necesariamente. La engañosa recuperación de la industria automotriz fue muy breve y, sucesivamente, fueron cerrando fábricas, llevando al paro y a la recesión, iniciándose una nueva depresión, con características de cronicidad.
La gestión de Reagan tendió a mantener la sobrevaluación del dólar durante los años 1980- 1986, a través de las ascendentes tasas de interés que fueron trepando del 8% al 14%. Esto le posibilitó internacionalizar el financiamiento de 500 mil millones dólares, en nuevas deudas acumulativas. Se estima que más de un tercio de la demanda agregada de crédito norteamericano (gobierno más el sector privado) `provenía del capitales extranjeros. (Brenner, Robert, Documentos de 1981, Congressional Quaterly Inc.
1981).
Esto suscitó dos mecanismos simultáneos y concatenados; en primer lugar, la posibilidad de que la política de largo plazo de los Estados Unidos fuera sostenida por el ahorro internacional y que las grandes potencias industriales se preocuparan de darle sostén económico a un dólar sobrevaluado ficticiamente (es decir, el valor de la moneda no reflejaba la productividad del país, la generación de valor por parte de la economía norteamericana). De este modo se originaron masivos déficits, tanto déficit fiscal como balanza comercial desfavorable.
(Gráficos extraídos de Pozzi, Pablo y Nigra, Fabio, obra citada, Imago Mundi, 2003, páginas, 496, 507, 508).
El constante incremento de las tasas de interés fue un problema más pernicioso de lo que, en un principio, se supuso. Su aumento se originó por las políticas monetarias – de corte monetarista- de la Reserva Federal norteamericana, que “socializó” el déficit fiscal norteamericano al atraer eurodólares y cualquier otro de inversión hacia los Estados Unidos y sus bonos absolutamente seguros. El déficit fiscal no hizo sino crecer a pasos agigantados (pese a los intentos del equipo económico de “dibujar” números y expresarse con eufemismos). Se debió volver a incrementar los impuestos, en el año 1986.
Sin embargo, no hay que engañarse con este asunto del creciente endeudamiento del Tío Sam. Está más que claro que Estados Unidos no es un país deudor en el mismo sentido que Brasil, Argentina y México Tanto los financistas de Wall Street como la Tesorería norteamericana mantenían el poder como para exigir un tributo, en forma de intereses de la deuda, por parte de los países del Tercer Mundo y un Plan Marshall invertido sobre Europa y Japón (Ominami, Carlos, (1987), El Tercer Mundo en Crisis, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires). El objetivo era atraer capital internacional para reconvertir la economía local. La desregulación del sistema financiero pudo atraer hacia los Estados Unidos miles de millones de eurodólares que antes se encontraban depositados en la propia Europa o en paraísos fiscales, como Curazao o las islas Caimán.
Esta desregulación total ha estimulado la formación de una nueva clase de rentistas especuladores. El porcentaje de ingresos personales derivados de intereses bancarios se duplicó entre 1979 y 1984, al compás de las políticas monetaristas de Volcker, aplaudidas por Reagan y sus equipos económicos. Sumado a esto, el aumento de las tasas de interés de la deuda federal -que benefició a los que especulaban con los bonos del tesoro norteamericano- reforzó las características especulativas de la economía. Obviamente, esto tendió a desalentar aún más la inversión productiva, y a la creación de nuevas empresas de servicios más que industriales, fenómeno que se ha mantenido e incrementado desde entonces.
Así, las grandes corporaciones no volcaron sus enormes aumentos de liquidez (obtenidas de la gran baja impositiva y del descenso de las erogaciones en concepto de salarios) en inversiones manufactureras, capital intensivas. Más bien tendieron a incrementar los valores de sus acciones. Por otro lado, aumentaron su endeudamiento a corto plazo como forma de conservar autonomía operativa ante las presiones para repartir dividendos. Pero, esto tendió a tornarlas mucho más sensibles a los sucesivos incrementos de las tasas de interés que ocurren en los períodos recesivos.
El efecto de estas políticas sobre las exportaciones fue ruinoso y constituyó la contrapartida de la captación de capitales extranjeros como consecuencia de la sobrevaluación del dólar. También generó una oleada de importaciones de bienes de capital y alta tecnología. Esto llevó al borde del colapso a las industrias estadounidenses de maquinarias y herramientas. También se vieron muy golpeadas las de maquinaria agrícola, caucho, automotriz y textil, estas últimas prácticamente perecieron ante la competencia japonesa y del sudeste asiático. También se vio gravemente afectado el sector de la construcción, aunque mucho menos que el metalúrgico, que tendió a encogerse cada vez más y, para sobrevivir, se concentró en la generación de aceros especiales, pasando a importar acero ordinario de países como Brasil.
La suba en las importaciones norteamericanas fue de la mano de la entrada al país de capitales extranjeros. Quizás esto parezca contradictorio dada la sobrevaluación del dólar. La crisis de los 70” había golpeado duramente a los mercados europeos y japoneses, los cuales tendían a estancarse. Por ello, las multinacionales de este origen decidieron “copar” el mercado interno norteamericano. Atraídas por los recortes salariales y la fuerte ofensiva antisindical, estas compañías extranjeras penetraron el mercado interno comprando corporaciones norteamericanas.
Este aumento de la dependencia da las multinacionales extranjeras sobre el mercado estadounidense determinó que las grandes empresas nacionales – tratando de evitar las desventajas comparativas de un dólar sobrevaluado- decidieran realizar una parte cada vez mayor del proceso productivo en el exterior. Esto implicaba el traslado de empresas hacia Taiwán o Singapur, cuya mano de obra era mucho más “dócil” y, por ende, la tasa de explotación mucho más elevada. Al interior de los Estados Unidos, muchas empresas prefirieron localizarse en estados periféricos, con escasa trayectoria sindical.
Algunas corporaciones norteamericanas, incluso, decidieron “arrendar” parte del mercado interno. Por ejemplo, General Motors comenzó esta estrategia importando automóviles japoneses producidos por Suzuki e Isuzu; luego agregó la importación de automotores de la multinacional surcoreana Daewoo. Finalmente, implementó un proyecto de producir conjuntamente con los japoneses 250.000 unidades Toyota en su planta de Fremont, California. Parece ser que la estrategia de General Motors era rentar a los nipones la producción de automóviles pequeños, mientras que ella se concentraba en el más lucrativo y competitivo de los medianos y grandes. Tanto Ford como Chrysler desarrollaron sus propias “estrategias asiáticas”. Esto tuvo funestas consecuencias para la tasa de empleo norteamericano. La frase “lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos” que la corporación esgrimía no sólo como slogan publicitario sino como elemento de presión ante las autoridades y los sindicatos, ya no tenía ninguna credibilidad y quedaba demostrado cuan falaz era este argumento, contribuyendo a echar por tierra la idea de “burguesías nacionales” o “antiimperialistas” esgrimidas por algunos sectores de la izquierda, marxistas- estalinistas. El capital concentrado no tiene patria y sus únicos intereses consisten en mantener su tasa de ganancia incrementando la plusvalía, a costa de los trabajadores, con los que no tienen ningún interés en común. También contribuye a desenmascarar el carácter clasista del Estado en general y del norteamericano muy en particular.
Con respecto a la macroeconomía, el déficit fiscal siguió incrementándose y complicó cada vez más las cuentas nacionales, mientras los gastos en el sector de defensa continuaban creciendo. Reagan planeaba su plan de “guerra de las galaxias”, un gigantesco sistema de misiles con ojivas nucleares orbitando el espacio exterior terrestre y apuntando a las principales ciudades soviéticas. Su retórica era pueril y pacata, además de burda y anticuada. Ignorando cualquier definición objetiva en ciencia y gnoseología, había afirmado que la Teoría de la Evolución de las Especies no es más que una teoría y que por ello no está comprobada y que las ideas bíblicas del Génesis pueden ser consideradas otra “teoría científica” para explicar el origen del mundo y de la vida. Sus concepciones en política exterior – al igual que su campaña de “moralización”, la forma ridícula de encarar el alarmante incremento de la drogadicción y de la delincuencia, que los medios no hacían más que agigantar- no fueron menos grotescas y eran más propias de un predicador teleevangelista que de un político. En política internacional había países “buenos”, “malos” y “muy malos”. ¿Reminiscencias de su pasado como mal actor de pésimos westerns?...
Para el año 1982 con la multiplicación de quiebras y el incremento sostenido de las tasas de interés, con el mercado de acciones y títulos bordeando el caos – lógica inherente al capitalismo, que para los mismos capitalistas resulta inaceptable-, Estados Unidos estaba sumergido en una recesión a gran escala, la peor desde 1930. La resultante caída de ingresos empujó aún más los déficits fiscales anuales y la deuda nacional acumulativa a nuevos y alarmantes niveles.
Las potencias capitalistas avanzadas del G7 (Grupo de los 7 países capitalistas más desarrollados) notaron los problemas que se gestaban en la evolución interna de los Estados Unidos. La sobrevaluación del dólar había conseguido “capturar” dólares extranjeros como manera de financiar su constante y creciente déficit fiscal, llegando a convertirse en el primer deudor del mundo, tras haber sido el primer acreedor. Los países del G7 advirtieron con preocupación tal evolución: dólar sobrevaluado, déficit fiscal creciente, enorme déficit de cuenta corriente. En septiembre de 1985 sus representantes se reunieron en el hotel Plaza de Nueva York. Si bien los datos exactos de lo tratado no fueron informados a la prensa, se induce que decidieron revertir la situación de sobrevaluación del dólar y de la balanza comercial desfavorable de Estados Unidos. Poco después, los Bancos Centrales europeos y japoneses comenzaron a vender masivamente dólares en los mercados internacionales, forzando de esta forma, una fuerte baja en el precio del dólar en relación a las monedas europeas y el yen japonés. Pero esto no fue suficiente y debieron orquestarse otros acuerdos (Reunión del Louvre, 1987), dada la falta de cumplimiento por el principal beneficiario del acuerdo del Plaza: Estados Unidos. Finalmente, a partir de 1988, la situación comenzó a revertirse, gradualmente. Pero no pasó mucho tiempo para que las economías europeas y japonesas entraran en crisis, al sobrevaluarse sus monedas frente al dólar, propiciando una nueva crisis, sin que se haya superado la previa (Brenner, Robert, Turbulencias en la economía global, Editorial Lom, Santiago de Chile, 1999).
2.5. La situación de Estados Unidos tras la reestructuración
Las circunstancias anteriormente descriptas hablan a las claras de que no se había salido de la crisis y de que esta no era – o no lo era solamente- producto del intervencionismo estatal, de las regulaciones y del estado benefactor, que poco o nada tuvo Estados Unidos. Si el comercio exterior involucionaba, mantener equilibrada la balanza de pagos con un déficit fiscal creciente muestra a las claras que las decisiones ideológicas se sostuvieron con el creciente compromiso del sector público, esto significa de los contribuyentes (pensando siempre a futuro). Sintetizando, la elevación sostenida de las tasas de interés, vía restricción de la oferta monetaria, elevó el precio del dólar a nivel internacional y en el mercado doméstico, lo que llevó al encarecimiento de los productos de exportación de Estados Unidos. Esto, mancomunado a la pérdida de competitividad de su economía – fenómeno que se venía arrastrando desde, como mínimo, quince años antes de la era Reagan- condujo a un constante déficit de balanza comercial que no pudo ser equilibrada en ninguno de los años de las ominosas gestiones del mojigato presidente republicano. Aún así, este no decidió disminuir el gasto en defensa, sino incrementarlo; si bien ahora lo sostuvo con un aumento de los impuestos, ya que los recortes impositivos anteriormente efectuados y que habían beneficiado a los sectores de capital más concentrado se revirtieron sobre los trabajadores. Las tres cuartas partes de los asalariados pagaron más cada año a través del impuesto de seguro social que a través del impuesto a las ganancias (Pozzi y Nigra, obra citada, Imago Mundi, 2003).
Las conclusiones a extraer de todos estos datos es que el peso de la crisis – generada por los propios capitalistas- era descargado sobre las espaldas de la clase trabajadora. Así, de acuerdo a datos aportados por Howard Zinn (Zinn, Howard, Carter- Reagan-Bush en El Siglo XX. Una Historia popular Nueva York, Harper Perennial, 1998, página 346), en 1980 los gerentes empresariales ganaban cuarenta veces más que el salario anual del obrero fabril medio, hacia 1989 los primeros estaban obteniendo noventa y tres veces más. De acuerdo al mismo autor, los ingresos del 1% más rico subieron 77 por ciento; los dos quintos más pobres de la población no habían obtenido ningún beneficio, más bien se produjo un declive pequeño.
El objetivo de la política económica de Reagan – de neto corte neoclásico- era “modernizar” la economía norteamericana para responder al desafío planteado por los competidores japoneses y europeos. Para ello, se debía incrementar la competitividad tanto en bienes industriales como en productos de alta tecnología. Esta modernización implicaba la eliminación de fuentes de trabajo en las ramas industriales más vetustas. De ahí la implementación de una revolución científico- técnica cuyo efecto fue elevar la productividad, eliminando al mismo tiempo a camadas de obreros especializados y reduciendo así el costo de la mano de obra. El incremento sostenido en el gasto militar impulsó el aumento del gasto público (que fue disminuido drásticamente en todas las otras áreas, particularmente en asistencia social). No sólo se rearmó hasta los dientes Estados Unidos, sino que incrementó su papel como exportador de armamentos y tecnología militar. El efecto de estos gastos fue fenomenal, mas no el esperado por sus impulsores. Por un lado, 840.000 empleos dependían de la industria armamentista en 1984 (Pozzi, Pablo, Luchas sociales y crisis en los Estados Unidos (1945- 1993).Buenos Aires, El Bloque Editorial, 1993). Pero la concentración de estos trabajos era en el sector de alta tecnología y la mayoría no eran productivos. Una minúscula parte de estos trabajadores eran obreros que participaban en el proceso de manufactura. El grueso eran administrativos, técnicos y científicos. Evidentemente, dada la complejidad de los sistemas armamentísticos actuales, buena parte de los costos eran absorbidos por “investigación y desarrollo” y no por la producción de los mismos, reduciendo su posible efecto multiplicador económico.
Por otro lado, las viejas corporaciones manufactureras reestructuraron sus operaciones y desmantelaron las anteriores. Muchas grandes empresas se fusionaron para emprender innovaciones tecnológicas de largo alcance o para cambiar su producción a bienes de alta tecnología. Todo esto conllevó una significativa pérdida de empleos, fundamentalmente en el sector de obreros profesionales, que eran, anteriormente, los mejor pagados.
3. Conclusiones: la Crisis de los 70 y la respuesta reaganiana, más de lo mismo ó el incremento de las contradicciones del capitalismo
Por todo lo enunciado, se induce que la restructuración orquestada por los economistas ofertistas y monetaristas de Reagan no tiene nada de novedoso u original.
Fundamentalmente, a través de un creciente desempleo, se logró disciplinar a la mano de obra, que, por la inflación, entró en pánico. Esto ocurrió, fundamentalmente, en el lustro anterior a las nefastas gestiones presidenciales de Ronald Reagan. De esta manera, se aceptó un recambio enorme entre trabajo y salario. Como consecuencia de la gran represión, del brutal disciplinamiento de la clase trabajadora, la mayoría de los norteamericanos – conciente o inconcientemente- facilitaron o posibilitaron la vieja lógica neoclásica. El objetivo públicamente declarado del nuevo gobierno (y esgrimido por los medios de comunicación como el único camino posible) era aumentar la productividad y lograr volver a competir a nivel mundial en precio y calidad. Una de las condiciones fue la reducción impositiva sobre las grandes corporaciones y la facilidad para importar que logró que la industria norteamericana más concentrada dejara de lado desarrollos industriales intensivos en uso de mano de obra, que les resultaba muy difícil mantener en carrera, mientras se ocupaba en desarrollar determinadas ramas de industria que la mantuvieran en la vanguardia tecnológica, adoptando asimismo un criterio postmoderno : manejar la información y las comunicaciones, y todo lo relacionado con ellas (Castells, Manuel, La Era de la Información. Vol. I.: La Sociedad Red. Méjico, Distrito Federal, Siglo XXI editores).
Como obvia conclusión, hubo un abandono deliberado de ramas industriales enteras (textiles, metalúrgica, en menor medida automotriz, maquinas de coser, vidrio, etc. etc.), gestándose una profunda redefinición microeconómica. En casi todos los casos se comprueba una reducción de empleos con un constante aumento de productividad laboral. Esto es, aquellos que conservan sus empleos producen más en la misma cantidad de tiempo y su participación en el reparto del valor producido disminuye, vía caída de la tasa de salarios. La modernización, el avance tecnológico, han tenido, paradójicamente, como contrapartida, un mayor desempleo y un aumento de la explotación laboral. El avance de las fuerzas productivas en vez de mejorar las condiciones de vida de la Humanidad, las deteriora. Se produce más riqueza, pero al ser apropiada por la clase capitalista, para el grueso de la población mundial esto implica, mayor explotación de aquellos “privilegiados” que mantienen sus puestos de trabajo, mas también desempleo, miseria creciente, alienación psicológica y social. La polarización de ingresos se agudizó entre 1980 y 2000.
La diferencia en la apropiación de la riqueza nacional se profundizó. Los que se beneficiaron de esto fueron los ganadores de siempre, los que más tienen. La baja de salarios con aumento de productividad fue la respuesta de la clase dominante, y, como consecuencia logró, para una economía desarrollada, estabilidad y “crecimiento”.
El éxito de las medidas de Reagan se observa en la disminución de la inflación galopante, y de una tendencia la deflación. A la gran represión sucede una relativa estabilidad. Las medidas analizadas y que se pusieron en práctica desde 1970 constituyeron una brutal ofensiva de la clase capitalista en su conjunto contra los asalariados. A mayor concentración capitalista, más fácilmente se resuelven las contradicciones, en lo que hace a la tasa de beneficio. La respuesta de la clase obrera norteamericana – a todas luces perjudicada enormemente por la reestructuración -, resultó tímida, aterrorizada. Luego de la respuesta de Reagan a la famosa huelga de los controladores aéreos, todo apunta hacia lo que va a denominarse el nuevo marco para las relaciones laborales. Se llegó a un nuevo acuerdo capital- trabajo, que deshizo cuarenta o cincuenta años de estabilidad previos. Si bien antes se pactaban aumentos de productividad a cambio de aumentos salariales, - que generalmente se adelantaban a la inflación- ahora lo que se acordaba era estabilidad y baja de salarios, cooperación incondicional con la dirección de la empresa y polifuncionalidad, pero con una relativa estabilidad laboral, para aquellos que conservaban sus puestos de empleo.
Otra consecuencia de las políticas de Reagan fue la tendencia – sobre todo desde 1985- al traslado de los capitales industriales y del sector transportes hacia sectores de altas ganancias, como energéticos, servicios financieros, bienes raíces, alta tecnología y, sobre todo, armamentos y tecnología militar. Inclusive la demanda militar fue lo que dinamizó el crecimiento de la industria electrónica. Para el viejo corazón industrial fordista de la economía norteamericana, amenazado por la competencia de las importaciones, el Pentágono fue clave en su recuperación. Goodyear, por ejemplo, reorganizó toda su producción de llantas para dedicarse a la producción militar aerospacial. Ford y General Motors se beneficiaron de manera importante de varios contratos con el sector de defensa, por valor de unos miles de millones de dólares. Las empresas tradicionalmente dedicadas a fabricaciones militares, se volvieron menos diversificadas, abandonando la producción para usos civiles (Pozzi, Pablo, obra citada, El Bloque Editorial, Bs. As., 1993). Pero, si un resultado de esta funesta política económica había sido el debilitamiento de las industrias de producción masiva para el consumo interno, otro fue el crecimiento de la concentración industrial. La evolución de corporaciones industriales integradas en conglomerados diversificados dominados por estrategias financieras especulativas erosionó seriamente la fortaleza de la economía norteamericana y mundial. Por ejemplo, el cuarto banco más grande de los Estados Unidos, J. P. Morgan & Company era el principal accionista de IBM, Mobil, General Motors, General Electric, Westinghouse, Sears, Easters Airlines y otras veinte corporaciones. Asimismo, J. P. Morgan & Company era el principal accionista de los dos primeros bancos norteamericanos: Bank of America y Citicorp. Estos dos últimos eran a su vez los principales accionistas de decenas de otras corporaciones norteamericanas y mundiales (Pozzi y Nigra, obra citada, Ed. Imago Mundi, 2003).
Concentración y centralización del capital, asociación y subordinación del capital industrial al capital financiero, reestructuración regresiva del reparto del ingreso, aumento de la plusvalía absoluta (vía disminución de salarios y aumentos de la jornada de trabajo y empeoramiento de las condiciones laborales), especulación financiera, innovaciones tecnológicas aceleradas – que, lejos de mejorar las condiciones de vida y laborales del grueso de la Humanidad, tienden a empeorarlas-, ofensiva del capital sobre el trabajo… factores harto conocidos y recurrentes. Parece que la última gran crisis capitalista, no ha tenido ninguna salida novedosa y no ha sido más que una profundización de las tendencias propias del capitalismo maduro; las que, a su vez, incrementan la vulnerabilidad a las crisis, en una espiral descendente y cada vez más regresiva.
Crisis o represión, en última instancia es una antinomia falsa. La reestructuración del patrón de acumulación, buscó recuperar una rentabilidad, un beneficio perdido. Las herramientas fueron las conocidas, clásicas. El capitalismo maduro no podría ni podrá ofrecer soluciones novedosas a las crisis que su propia irracionalidad y sus contradicciones insalvables, y cada vez más acentuadas, propician.
No hay comentarios:
Publicar un comentario